lunes, 25 de octubre de 2010

MAMÁ, CREO QUE YO TAMBIÉN SOY FRONTERIZA.

Un día mientras armaba palabras con los fideos de mi sopa de letras, entendí cuál era mi problema. Yo no era inteligente. Nadie me lo decía pero yo lo venía sospechando y me hacía la boba. Los problemas de regla tres simple, me costaban por demás, las fracciones eran un tormento y los ángulos para mí eran física cuántica. 
Cara de atrasada, no tenía, no. Aunque para cerciorarme cada tanto iba a chequear al baño grande en caso de que algo hubiese empezado a manifestarse. Allí el espejo era más amplio y me permitía escudriñarme desde todos los ángulos posibles. Mi perfil izquierdo era normal y bastante lindo. Pero el derecho me hacía dudar. Mi boca era enorme, trompuda y mis comisuras se derretían a los costados como una vela al sol. Mi tamaño en general era otro elemento de duda. Había crecido desmesuradamente. Un metro setenta y dos a los trece. No sé porqué tenía la idea de que crecer de manera desproporcionada estaba relacionado con algún tipo de retraso mental. Tal vez porque de los altos a destiempo se esperan ciertas proezas intelectuales y no andar escribiendo palabritas al costado de los platos de sopa!
Cuántos años tiene la nena? Le preguntaban a mamá en mi presencia. Trece, contestaba mi madre.
Uy, que grandota, decía un día el verdulero, otro el ferretero, otro día el mecánico y otro esa gordita con bigotes y olor a talco que jugaba al buraco con mamá. 
Grandota. Grandota.
Por cómo lo decían y de tanto subrayarlo deduje que la palabra tenía algún tipo de connotación. Si bien grandota era un término con el que me topaba a cada paso, la palabra fronterizo, en cambio, la escuche por primera vez en una conversación que mantenían mamá y su amiga Nenu a la hora del té .
- Viste, pobre Titina? Parece que, Julito, el menor… era fronterizo, no más.
- Fronterizo?. No te lo puedo ceer, se espantaba mi madre.
- Y qué quiere decir fronterizo?, pregunté yo
-Ay...¿viste esos chiquitos que de cara son bastante normales pero a los que les cuesta todo un poco?  me explicaba Nenu.
- Como que son grandes de cuerpo pero mentalmente son como chiquitos?
Y mamá completó.
- Son como un pancito que sacás del horno antes de tiempo. A esos chiquitos … también les falta una horneada.
Mmmm…eso me hizo pensar. Y aunque yo había nacido en la semana cuarenta dos del embarazo, pesaba cuatro kilos doscientos y comía a troche y moche, temí que mi problema neurológico entonces se hubiese originado no por falta de horno... sino por exceso de cocción!
Y sí. Todo este tema del hijo de Titina me generó una gran confusión y luego la terrible sospecha de que, aunque no diagnosticado aún por pediatras, ni detectado por mis padres, era bastante probable que yo fuese otro caso de fronterismo indetectado.
Es que mamá en casa calificaba a todos a diestra y siniestra. Pero justo, a mí, no. Y eso era bastante sospechoso. Este es un zanguango, aquel es un sibarita, la de más allá es una chusma, el de más acá es un pollerudo, el marido de tal es brillante y el de la otra un reverendo estúpido...Pero nunca hubo un adjetivo calificativo que me orientara para saber que pensaba mamá de mí. Nunca supe cómo me veía, dónde encajaba o qué le producía. Yo para mamá no era ni buena, ni mala, ni insoportable, ni linda, ni graciosa, ni nada. Y si no encajaba en el extremo del desastre,  ni el extremo de la brillantez,  concluí que estaba ubicada entre las fronteras de esas dos calificaciones. Deduje que yo era, ni más ni menos que, una niña fronteriza.
Lo que más me sorprendía era que nadie se diera cuenta. Ni mis amigas, ni mis maestros.
Fue así que descubrí que aunque no hubiese adjetivo calificativo que me describiese era innegable que poseía una notable habilidad. La de hacerme pasar por una chica inteligente.

sábado, 18 de septiembre de 2010

YO NO CREO QUE MAMÁ NO ME QUISIERA

Yo no creo que mamá no me quisiera. Creo algo aún peor.

Yo creo que mamá quería que yo fuese, otra.
Que fuese ella, tal vez. Que me pintara los ojos con sombra color celeste, que me pusiera tacos, que usara más escotes.
Que caminara derecha. Que tuviese éxito con los chicos.
Esto último era de lo más contradictorio con los mensajes encubiertos que lanzaba a lo largo del día.
Mensajes que lejos de ser subliminales eran tan directos como una bombita de carnaval impactando contra mi espalda.
Empezaba por el respeto. Mientras juntas acomodábamos la compra del almacén en los armarios de la cocina, me decía. Que el respeto para una mujer es algo muy importante. Que cuando empezara a salir con chicos ya me iba a dar cuenta. Que tenía que hacerme respetar desde el principio. Que el respeto no se pide, se impone. Por eso era primordial que no me dejara tocar. Y sobre esto se extendió bastante y de una manera muy confusa. Dijo que jamás permitiera que me desabrochasen ni un solo botón de la camisa o que mejor...no me pusiera camisa. Que la pureza era algo muy valioso que debía preservar hasta que me casara y por último…que no la hiciera quedar mal.
“¿Qué es la pureza, mamá?”
“¿Cómo que es la pureza?. No te hagas la tonta. La pureza, la pureza. La nieve blanca, el agua de un manantial, el aire sin humo. Todo eso es puro porque nadie los ensucia, nadie los toca”
Así fue que recibí mi primer lección: Yo debía ser como la nieve, el agua del manantial y no debía fumar.
Creo entender a la distancia que mamá tenía miedo. A toda costa quería que me esforzara en ser atractiva, si. Pero a la vez que llegase a convertirme en algo deseable la asustaba en demasía. No confiaba en que pudiese desempeñarme en ese terreno supongo.
Entonces después de impulsarme a que me viera bonita, daba marcha atrás y me inculcaba que lo mejor del mundo era ser linda e intocable. Todo me resultaba muy penoso y sumado a las extrañas transformaciones físicas que iba experimentando, empecé a sentir miedo de ser grande. Y a pensar que jamás iba a parar de mutar. Me sentía como un plato que  al caer de la mesada al piso, empieza a girar y a girar, y en cada giro, muta en taza, sopera, tetera, fuente y así sigue mutando y nunca se detiene. A mi en cada giro me brotaban pelos en lugares impensados y de textura desconocida. Mis pies se estiraban y rompían las costuras de mis zapatos canadienses, mi nariz se hinchaba y tomaba la forma de un ciruela, mi pechos se agrandaban como bollos en el horno. Todo en mí crecía hacia adelante. Hacia un futuro oscuro y de mucha angustia en el que los representantes del sexo opuesto eran los reductores de cabezas de la isla de mi naufragio. Ellos  querrían tocarme, hacerme muy infeliz para luego devolverme transformada en algo feo, usado y repudiable.  Me convertiría en una velita de cumpleaños usada, una bombacha con agujeros, una toalla rasposa y dura con quien ya nadie querría volver a interactuar.
"Y no, chiquita. Nadie quiere a una mujer de segunda mano. Vos hacé lo que te digo y te va a ir bien ahí afuera".
Ahí afuera
Mamá y los habitantes de su mundo se preocupaban mucho por el ahí afuera. Al ahí afuera creo que ellos le decían: el qué dirán. Para ellos mucho más importante que la opinión que uno tenía de sí mismo era lo que los demás pensaban acerca de nosotros.
Sobre esta creencia fue que mamá empezó a intentar enseñarme a encajar. Sobre los cimientos de esa creencia es que debía construir mi propia maqueta en la que sería aceptada por mis pares para que jamás sintiese el desarraigo de pensar, sentir y actuar por mí propia cuenta.
A veces me transmitía las lecciones con frases incompletas, otras con arqueos de cejas, revoleos de ojos o mohines incomprensibles. Pilas de intenciones disfrazadas de cuidado, sentido común y respeto por la intimidad que yo debía decodificar como podía. ¿Y todo para qué? Para preservar mi honor y el honor de la familia, supongo.
Y lo consiguió.
Salí acomplejada y bastante confundida, que como método anticonceptivo resultó ser mucho más efectivo que el que proponía mi madre.
Mis complejos llegaron a ser tan intrincados que empecé a creer ciertas cosas. A creer que tenía más que ver con el reino vegetal que con el animal. Y por tanto aprendí a desarrollar ciertos mecanismos de defensa infranqueables, como actitudes en forma de espinas, miradas venenosas y una mente excretadora de frases y pensamientos mal olientes. Mis confusiones y mis miedos me tornaron una maleza enmarañada con un sentido del humor ácido y poco atractivo para los chicos que intentaban acercarse a más de un metro de distancia.  
Mi primer beso lo di a los dieciocho años después de practicar algún tiempo con una naranja de ombligo. Yo  lo quería, pero él no era del agrado de mi madre. No le gustaban las palabras que usaba y le parecía narigón. Igual lo besé. No fue una experiencia placentera. Me sentí sucia y ambigua. Mamá jamás se enteró que ya había perdido mi nieve blanca, mi aire sin humo y que mi manantial había sido corrompido con un poco de saliva. Sólo sabía de mis intenciones de vivir sola alejada de los de mi especie en una montaña como la de Heidi y eso le daba una infinita tranquilidad aunque disimulaba y me contradecía debilmente con un: “Mirá las pavadas que decís, chiquita. Mirá si te vas a vivir sola a una montaña”
Yo se que en secreto mamá hubiese querido que huyese hacia aquella montaña. O  que viviese debajo de una campana para queso protegida del hostil mundo que me esperaba allí afuera. Lo que ella jamás supo es que a mí, quien me parecía hostil...era ella.

viernes, 10 de septiembre de 2010

LOS FAVORES DE MAMÁ

Mamá siempre me pedía que hiciera cosas. Por lo general eran cosas raras. Como unos complejos rituales de limpieza, que por extraño que parezca, yo seguía al pie de la letra y sin anteponer ninguna objeción. Uno era frotar las canillas de bronce con virulana y Pulloil. Cada vez que me lavaba las manos debía secar y frotar las cañerías hasta que brillaran. Y el desagüe de la bañadera al terminar mi baño de inmersión. Otro era usar patines de frazada para no rayar el piso con las suelas Vibram de mis zapatos del colegio. Debía repasar los zócalos de mi cuarto con una franela, untarle Polycera color caoba a los muebles del comedor, para después sacarles brillo con nuestra vetusta lustradora Electrolux. Otras veces me pedía la ayudara a sacar el moho de las juntas de las baldosas de la cocina y de los azulejos del baño con un cepillo de alambre. O cuando me pedía que la ayudara a llevar la alfombra del living al jardín y juntas lavábamos ese socotroco de lana verde de tres metros por dos de ancho, con una manguera y jabón blanco sobre el pasto.
Mamá también me pedía otro tipo de favores, claramente más egoístas. Como cuando me explicó que si durante la noche me subía la fiebre, a quien debía despertar era a papá. O cuando silbando” la farolera tropezó” con insistencia, desde su tibia cama en pleno invierno, interrumpía mis sueños para que le llevara un paquete de Duquesas y un vaso de agua con hielo. Pero lo que mamá realmente me pedía con mayor frecuencia, era que guardara secretos. Mamá y yo teníamos muchísimos secretos. Nadie, excepto nosotras dos sabía, que enterrado en el jardín, debajo de la hiedra, a cinco pasos a la izquierda del azarero, había un frasco de café Dolca con un rollo de diez mil dólares adentro. Ese era uno de los secretos estables. El otro, que detrás del gran cuadro de cacería inglés, que decoraba la chimenea, había un sobre vía aérea con los datos de una cuenta bancaria amordazado con cinta scotch. Huir a toda velocidad de un policía de tránsito que nos perseguía zigzagueante sobre su motocicleta, o dar una vuelta en U en plena avenida, era la clase de secretos que surgían cuando mamá rompía las reglas impuestas por el municipio, cosa que hacía con esmero y prolija asiduidad.
Mamá tenía un don muy especial, que consistía en pedirme con total y absoluta naturalidad... la mayor y absoluta anormalidad. Y así es como me pedía estos extraños favores. Como al pasar. Como quien pregunta ...“¿a vos el pastel de papas, te gusta con o sin pasas de uvas?” Tal vez por eso sea que yo los tomaba así también. Y entonces sus pedidos, incluso el que anotase instrucciones precisas para organizar su velorio... a mí me parecía que era algo que hacían todas las madres.

domingo, 5 de septiembre de 2010

LAS FIACAS DE MAMÁ 1

PUEDO IR A JUGAR A LA CASA DE, MAMÁ?

ENERO DEL 74.
Las chicharras cantan a lo loco. Temperatura: 31 grados. Mamá toma sol untada con Sapolán Ferrini. Ella está de color milanesa quemada. Yo, color verde y aburrida
- Mamá?
- Ay, qué querés? Estaba dormida.
- Puedo ir a jugar a la casa de Julia?
- ¿La que vive cerca de la Panamericana? Bueno.
   Decile que te venga a buscar.
- Pero mamá, ella me invitó, cómo le voy a pedir que
  me venga a buscar...
- Pidéndole, chiquita, pidiéndole.
- Pero... no me podés llevar vos?
- ¿A vos qué te parece?
- Que no.
- Bueno, entonces?
- Y le puedo decir que ella venga a casa?
- No, ella te invitó a vos. No inventes cosas raras, 
  chiquita.
- Pero...
- Ay, basta. Andá a hacer algo, no se... porqué no limpiás la
  heladera?  
- Pero eso no me divierte.
- Ah, y a mí sí, no?
  Bueno. Invitá a la chiquita de enfrente, entonces.
- La chiquita de enfrente tiene cinco años, mamá.
- Y qué importa. O vení a tomar sol un rato.

Me estaba yendo cabizbaja y con muchas ganas de llorar. Mamá volvió a la carga.
- Y porqué no hacés unos scons  para el té ya que estás
  tan aburrida.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Y SI NO DESCENDÍA DE MAMÁ...DE DÓNDE DESCENDÍA YO?

Las diferencias entre mamá y yo durante mi adolescencia se hicieron tan visibles como mis granos. Y entre los catorce y los dieciséis años llegué a tener serias dudas acerca de mi origen. Cualquiera hubiera pensado cosas al estilo de…soy adoptada o me deben haber dejado adentro de en una canasta en la puerta…pero no. Además, si me hubiesen dejado en la puerta  mamá seguro que hubiese agarrado la canasta y la hubiese llevado hasta lo Marta, nuestra indeseable vecina. Yo supuse otra cosa, algo más descabellada. Supuse que era de otro planeta. Sí. Así de estúpido como suena.
Por las noches me paraba en medio del jardín con los brazos extendidos y los ojos entrecerrados... intentando establecer alguna comunicación con mis verdaderos progenitores: los extraterrestres. No encontraba ninguna otra explicación a las insalvables diferencias entre mamá y yo.
¿Cómo era posible? Si ésta era mi madre y me trataba como a un ser de otra especie, la única respuesta entonces era que yo efectivamente pertenecía a otra especie. Y, como en el cuento infantil del patito feo, todo el malestar por mí padecido hasta el momento, se debía a un simple aunque espeluznante...error. También podía ser que fuera producto de algún extraño experimento o quizás un método para imponerme alguna clase de penitencia. Por eso  estos seres habían decidido depositarme en este bendito planeta y, de todas las madres, habían elegido a ésta a modo de castigo.
Al menos dos veces por semana repetía el rito en el medio del jardín. Brazos extendidos y ojos entrecerrados. Palabras de contacto que no recuerdo, pero que supongo imitarían a la famosa frase...Mork llamando a Ork, de la serie televisiva Mork y Mindy!
Lo cierto es que mis parientes extra planetarios  nunca vinieron a buscarme. Yo les pedía perdón por las dudas. Por cualquier daño o situación que por mi culpa se hubiese suscitado.
Hasta el día de hoy no he recibido respuesta alguna de ningún planeta aledaño.  
Por lo que mamá sigue siendo mi origen  y la sensación de extrañeza, aún perdura.


lunes, 30 de agosto de 2010

LOS COLORES SEGÚN MAMÁ

Mamá no conocía los colores. Al menos no usaba los nombres que aparecían en mi caja de lápices marca Faber Castells para nombrarlos.
Rojo, amarillo, verde, azul, rosa, celeste. No. Ella tenía un vestido color herrumbre y un pañuelo de gasa color azafrán.
Alcanzame la pollera color chocolate rallado, no me gustan las bufandas color heliotropo. Mamá me contaba que a una amiga de su infancia le brillaba el color ladrillo. Que su prima hermana Lourdes odiaba el color laurel y que aún así su novio le rogaba se pusiera esa blusa color aceituna.
Malva, celeste bandera, té de Ceylon, magnolia, acero, yema de huevo, petunia, cemento fresco.
Mi madre tenía los ojos del color del tiempo.
Gracias a mamá yo hoy sobre la mesa no despliego un mantel verde. Despliego un mantel color pistacho.

ARREGLAR A MAMÁ

A los nueve años mamá me decía cosas como ésta.
Que el día que ella muriese
me iba tocar encargarme de ciertas cosas.
Papá y los varones arreglarían lo del entierro, y yo,
de que ella en el velorio se viera... linda!
Sí. Por ser la menor y la única mujer,
en la repartija de deberes filiales el día de su velorio,
me había tocado la espeluznante tarea de...
"arreglar" a mamá!
Antes de que llegara la gente a contemplarla, yo debería seguir una serie de pasos. Primero, me encargaría de que le pusieran el camisón blanco con cuellito de encaje. En segundo lugar debía ocuparme de su peinado. Ponerle el rulero mas chiquito de la bolsa de los ruleros en el flequillo. Batirle después el pelo con el peinecito de cola, inclinando el peinado hacia un costado, preferentemente hacia la derecha. Además debía rociarlo todo con spray en caso de que alguna corriente de aire entrara al cuarto y pudiera despeinarla. Más tarde procedería a pintarle las uñas con el esmalte Wild Rose de Revlon. Mientras sus uñas se secaban le aplicaría un poco de base suave de Mary Kay, algo de rubor en las mejillas, el más claro de todos y sobre los labios el rouge Pale Peach de Helena Rubinstein. Pero para los ojos...nada de sombras. Era inadecuado.


Las sábanas elegidas para el evento estaban en el segundo estante del placard del pasillo. El juego de motitas que había comprado durante algún verano, en Florianópolis. Debía armar la cama, con esmero, cuidando de que no quedaran arrugas sobre la superficie. Armaría unos ramitos silvestres juntando flores del jardín que luego colocaría en cada esquina de la cama. Después con ayuda de alguien debería acomodarla como sentada sobre las dos almohadas de plumas, como para que pareciera dormida sobre el lecho que en vida compartiera con mi padre.


Es una buena noticia que para cuando mamá murió, yo ya no era una niña.
Las extrañas circunstancias de su muerte, además, se interpusieron en sus deseos.
Nunca llegué a ver su cuerpo quieto. Jamás pude cumplir sus detallados pedidos.
Pero aún así en mi mente...cada vez que cierro los ojos antes de dormirme... puedo verla.
Muerta y linda como ella hubiese querido.

sábado, 28 de agosto de 2010

EL VOCABULARIO DE MAMÁ

En casa usábamos palabras, expresiones y extranjerismos raros. Aunque el único leído de la familia era papá, mamá tenía la costumbre de retener en la memoria vocablos extraños que escuchaba por ahí e incorporaba de inmediato a su vocabulario. Lo llamativo era que mamá desonocía por completo el significado de dichas palabras pero dotada de una intuición poderosa, las acomodaba a la perfección en el interior de sus oraciones.
Mi infancia se vió nutrida de esta clase de palabras y expresiones y sobretodo de esta angurrienta costumbre de acumular palabras.
Cornucopia, opíparo, cintura divito, babé, canicular, jastial, sílfide, tísico, heliotropo. Bonvivant, blef, almácigo, gestroemia, misansen, parecía una cornucopia. El vestido de Martita era ampuloso, tu tío Roberto es un sibarita.
Mi artificioso vocabulario crecía y crecía cada día. Con él hablaba con mis amigas del colegio, con mis hermanos y con las visitas.
Siendo un poco más curiosa, pudorosa y responsable que mi madre,  antes de estrenar un vocablo yo le preguntaba  qué quería decir.
Mamá decía... 
- Ay, por dios! Qué calor canicular!
  Y yo le pregunataba...
- Qué quiere decir canicular, mamá?
  Y mamá me respondía...
-  Canicular? Que viene de la canícula, chiquita.
Las definiciones de mamá me ayudaban poco y nada a entender el misterioso término que se posaba en mis oídos. Tanto como a Amundsen le hubiera servido un “por allá” para orientarse en el polo norte, las explicaciones de mamá no me ayudaban a navegar en el mar de las palabras. Entonces, como ella, me dejaba llevar por el viento de mi intuición para poder utilizar mi nueva adquisición en la siguiente oportunidad que se presentase.
Situación: El restaurante. Plato elegido: un omelette. Palabra nueva: babé
_ Qué va a pedir la señorita?
- Un omelette de jamón y queso...babé, por favor. Y el mozo sorprendido por la descripción de mi pedido, me entendía y me traía el omelette como a mi me gustaba. Y era así que yo comprobaba que mi intuición no había fallado. La palabra babé ya era mía.
Creyendo lucirme en mis clases de lengua y ciencias sociales también incluía este tipo de expresiones en mis frases y composiciones. Pero en el colegio nada resultaba como lo esperaba. Ninguna maestra me felicitaba ni me acariciaba la cabeza al leer mis escritos. Todo lo contrario.  Mi estrafalario vocabulario me traía problemas. Generaba perspicacias, resistencias y hasta extrañas conclusiones acerca de  mi persona.  
TAREA PARA EL HOGAR:
Escriba cinco oraciones  libres utilzando al menos un adjetivo por oración.
Yo disfrutaba muchísimo de este tipo de tareas. Y me sentaba en el comedor diario con toda mi inocencia a esperar que la inspiración me dictase las extrañas oraciones que luego transcribía en mi cuaderno Lancero...

1. Los niños descansan bajo el sauce eléctrico después de un
  opíparo brunch.

2. Al notar que los pantalones ya le quedaban cortos, la madre exclamó:
   ¡Ay, hija! Estás hecha un jastial.

3. Olivia organizó la frutas en el bowl cual cornucopia.

4. Optaron por no salir a juntar totoras ya que el calor del  mediodía era canicular.

Diana, mi maestra de lengua, sospechaba de mi vocabulario. Sospechaba de mí. Supongo que era porque le molestaban los chicos rebuscados y yo creo mi manera de hablar y de escribir le generaba desconfianza y hacía que  encajara dentro de  esa categoría. Un día la escuché cuchicheando con Amanda, la de matemática, mientras corregían los cuadernos a la hora del recreo:

- Clemencia escribe raro, ¿viste?.  Escuchá lo que puso en esta oración:


"Disfrazada de Carmen Miranda, la niña  bebió el agua helada
 del aguamanil sin saber que su madrastra la había envenenado minutos antes con ácido muriático."


- Y bueno, qué querés? Con el nombre que tiene, pobre chica, contestó Amanda.

Hoy la entiendo a Amanda. A mi también me molestan los chicos rebuscados. Son como elfos amenazantes y peligrosos que ven cosas que los adultos dejaron de entender hace tiempo. Mucho más aún si sus nombres los acusan de  las virtudes que carecen.

viernes, 20 de agosto de 2010

CUANDO MAMÁ NO ESTABA

Antes de empezar me cercioraba de que la casa estuviera vacía. Después corría los muebles del comedor y entonces daba comienzo la práctica. La música en casa no ayudaba demasiado. En nuestro Ken Brown sonaba mucha Bossa Nova, Ray Conniff, algo de Nat King Cole y Frank Sinatra, pero nada de Rod Stewart o Peter Frampton. Entonces canturreaba. Entrecerraba los ojos para recordar la melodía y fruncía el seño para concentrarme y, sin perder el compás, poder hacer ambas cosas al mismo tiempo …if you want my Money and you think I´m sexy, come on sugar let me know… Y así iba puliendo el pasito de moda. Un rebotecito adelante y otro atrás, sacudiendo la cadera, pero nada exagerado. Y una vez alcanzado la cadencia y el ritmo deseados con todo el cuerpo, recién ahí introducía el bamboleo de brazos…She sits alone waiting for suggestions, he's so nervous avoiding all the questions...
Llegaba el sábado y sin importar cuán perfecto me hubiese salido el paso de baile nuevo el día anterior, ni si justo ese día tenía algo para estrenar...a último momento me acobardaba y decidía no ir. Y todo por mi pelo.
El pelo que me había tocado en suerte no era ni rizado, ni lacio, ni grueso ni finito, ni ondeado ni crespo. Mi pelo era todas esas posibilidades pero al mismo tiempo. Y no dudé en tomarlo como un castigo divino. Bastante me había costado aceptar que de todos en casa yo era la única que tenía ojos marrones; medir un metro setenta y tres cuando ningún posible candidato superaba el metro sesenta y cinco; calzar treinta y nueve desde los doce; tener boca grande y ser catalogada por mis tías abuelas como interesante en vez de linda...pero tener el pelo voluble? Eso ya era demasiado.
Qué le pasaba a mi pelo? Porqué actuaba así? Qué fuerza diabólica lo dominaba. Cuando el clima era seco se achataba, se electrizaba y se adhería a mis cachetes contundentes. Y en cuanto la humedad superaba el setenta por ciento, se encrespaba, se inflaba y enloquecía. Y mi flequillo se rebelaba aún más formando dos rulos con forma de cuerno sobre mis sienes dándome un aspecto indeseable de querubín gigante. No tardé mucho en aprender algunos trucos que, aunque tortuosos, mantenían mi pelo indomable bajo control. Esto me proporcionaba la confianza necesaria para ir a las fiestas y enfrentar al sexo opuesto.
Después del “querés bailar” los examinaba de reojo. Ni lindos ni feos eran los chicos que me elegían. Pero aceptaba. Yo me concentraba en reproducir los pasitos que había practicado durante la semana dándole la espalda. Prefería controlar el contorno de mi cabeza que se reflejaba en el panel de vidrio del ventanal que tenía a mis espaldas que comprobar si el chico tenía lindos ojo. La noche prometía. El pasito me salía a la perfección, la dieta de la manzana verde había dado resultado, mi pelo se mantenía en su lugar... Y los temas que pasaban eran mis preferidos: Fleetwood Mac, Gloria Gaynor, Stevie Wonder. Pero el bailar me hacía transpirar a rolete. Y a él también. El calor se hacía insoportable. Yo evitaba establecer contacto visual para que no me lo pidiera. El rebotecito adelante y atrás, siempre mirando a un costado y al otro. Y de pronto lo inevitable. Un golpecito en el hombro y la fatídica propuesta: "Che, vamos afuera a tomar algo” Y ahí empezaba mi pesadilla. Caminar manteniendo la cabeza debajo de los aleros parecía ser la única solución para que los efectos del rocío sobre mi cabellera no se hicieran notar. Pero la situación se hacía insostenible. Cuánto tiempo podíamos durar así?
Yo, caminando por el caminito de ladrillos con la cabeza inclinada debajo del techo y él por el colchón de musgo con cara de asustado. Nada. Entonces me entregaba a la intemperie y la metamorfosis no se hacía esperar. Alimentada por ese cocktail letal de baile, transpiración, el vapor hirviente que emanaba de mi cabeza y el rocío, mi peinado mutaba, cobraba vida...crecía.
El rocío era uno de los mayores enemigos de mi tipo de pelo. Producía un efecto silencioso y mortal sobre la primera capa de mi peinado alisado a fuerza de métodos medievales. Había pasado horas intentando engañar a la naturaleza con un truco maléfico llamado “la toca”, para que, en cuestión de segundos, el efecto de estiramiento se revirtiera a una velocidad espeluznante.

CONTINUARÁ

MAMÁ, ¿POR QUÉ LIDIA NO SE SIENTA CON NOSTROS A LA MESA?

Esa pregunta la formulé el 21 de junio de 1968 a la hora de comer. Lo recuerdo con mucha precisión porque empezaba el invierno y fue el mismo día en que me agarré el dedo gordo de la mano con la puerta del falcon. Lidia, la señora que trabajaba en casa, esa noche se sentó  a la mesa para ayudarme a cortar con el cuchillo. El dolor punzante en mi dedo me impedía hacerlo por mis propios medios.
Mamá comía atún La Campagnola con ensalada de chauchas y huevo duro y yo, milanesa con puré.  Siempre cosas distintas comíamos mamá y yo. Ustedes se preguntarán por qué la que  me ayudaba a cortar la milanesa era Lidia en vez de mamá… Por suerte ese tipo de preguntas no se me ocurrían a mis seis años.


Lo que yo quería saber era otra cosa.


_ Mamá ¿Por qué Lidia no se sienta a comer con nosotros en la mesa?


_ Porque está cansada de estar con nosotros todo el día, gordita.


_ Estás cansada de nosotros, Lidia?


_ No


_Mamá…dice Lidia que no está cansada.


_Bueno. Y qué va a decir, chiquita.


_ A mí me parece que Lidia no se sienta porque no te gusta. ¿Es porque dice jodida, mina, culo y la calor?


_ Pero qué disparate! Qué estás diciendo!


_ No se preocupe, señora. Es una nena…


_No se dice nena , Lidia. A mamá no le gusta. Tampoco le gusta que diga rojo, apetito, coche, hermoso y falleció.


_Clemencia! Qué te pasa? Mirá que te vas a ir a la cama sin comer arroz con leche, eh!


_No se haga problema, señora. Es cierto, me falta educación. Voy a tratar de hablar mejor, permiso.


_ Mirá lo que hiciste! Te vas a tu cuarto inmediatamente. ¿Y por qué llorás, ahora?


_Porque me duele mucho el dedo, mamá!.

domingo, 8 de agosto de 2010

LA AUTOESTIMA SEGÚN MAMÁ

Para levantar mi autoestima mamá incurría en comparaciones inexplicables. Cuando me quejaba de mi pelo voluminoso, me decía que era un disparate, que así lo usaba Rita Hayworth. Cuando lo que me obsesionaba era mi nariz, me decía que Barbra Streisand tenía una nariz enorme y así y todo, era fabulosa.
Cuando tenía 17 me sugirió... ¿Porqué no le escribís una carta al príncipe Carlos, chiquita?. Según mamá, el futuro rey de Inglaterra caería rendido sobre mis pies número treinta y nueve en cuanto terminara de leerla. Ni se daba por enterada que a mi el príncipe me parecía un viejo con cara de pájaro y que yo estaba planeando meterme en un convento para huir de la realidad. No contenta con su fantasía de que viviese en el Palacio de Buckigham, un día apareció con la loca idea de que tenía que conocer al hijo del Aga Khan. ¿A quién? Yo pregunté si era el de los panes ya que confundida creí que me hablaba del hijo de Carlos Sacaan, el que garantizaba panes por televisión.  Pero no. No era el panadero al que mamá se refería. Era otro candidato rídiculo e inalcanzable pero relleno de sangre noble, eso sí.
- Yo te pago el pasaje para que te lo cruces en Oxford, gordita, me decía. Con lo bien que hablás inglés…
Según mamá ese era el único requisito que  necesitaba para conquistar a sus extraños candidatos de realezas lejanas.
Pero yo seguía manifestando serios problemas de autoestima que mamá  insistía en curar con su extraño método de las comparaciones.
- Mamá, tengo las piernas gordas...
- Fuertes, como las de Amelita Vargas.
- Mamá, mis labios parecen dos salchichas de viena..
- No digas pavadas. Son sensuales... como los de Jean Paul Belmondo.
- Mamá, soy demasiado alta, me siento Obelix.
- Qué disparate. Esther Williams mide 1.75. 
Nunca terminaba de entender si las comparaciones que hacía mamá eran edificantes o desmoralizantes. Si lo que me brindaba era una ayuda invaluable o una insinuación velada de que esperaba mucho más de mí.
Yo no tenía la nariz tan grande como la de Barbra Streissand... pero tampoco su voz de terciopelo.Es cierto. Tenía el pelo inflado como el de Rita Hayworth, pero ni un gramo de su belleza extraordinaria. Los labios carnosos de Jean Paul Belmondo, pero ninguna oferta del cine francés para protagonizar una película de acción. Las piernas de Amelita Vargas, pero la cintura de Danny de Vitto.
Y el Príncipe Carlos jamás recibió esa carta. Y con la plata del pasaje para ir a conocer al Aga Kahn mamá arregló la trompa chocada del Falcon.

Con esta autoestima de porquería igualmente conseguí novio y me casé. Y mamá me ayudó hasta último momento. Un mes antes de mi casamiento me obesioné con la idea de que tenía cara de varón. En las pruebas del vestido cada vez que me miraba al espejo sentía que era mi padre disfrazado de novia.
Una vez más mamá salió en mi auxilio.
- Mamá. Me parece que tengo cara de varón…
- Ay..no te preocupes, mi chiquita…con el tul y las flores...


martes, 3 de agosto de 2010

LA PENSOTECA

Nunca me dijeron que no podía decir ciertas cosas. Decir que los pies inmundos eran inmundos. Decir que mi abuela dejaba los azulejos del baño impregnados de olor a cola.
Mi madre vigilaba mucho más mis acciones que mis pensamientos. No te comas los mocos, no metas los dedos adentro del puré, no hagas burbujas de baba, no chupes los botones del saco, no digas eso. Nunca me dijo que no pensara.
Pero yo además de pensar lo que pensaba necesitaba nombrar. Hablar de lo obvio, denunciar, decir. La fealdad, por ejemplo. Lo feo me aterraba y me atraía con la misma intensidad. Y quería compartirlo. Los cuerpos humanos y sus deformidades. Y mucho más que cualquier otra parte visible del cuerpo, los pies feos me provocaban arcadas. Y una especie de fascinación lindante con la tortura, debo reconocer. Bocas con dientes apilados, lenguas verdes y verrugas con pelos ocupaban el segundo lugar en esta clasificación nunca dicha o escrita. Estos eran pensamientos que claramente yo identificaba como inconfesables. Como si pensar fuese un oscuro crimen que yo sola sabía que había cometido.
Pensaba. Pensaba cosas acerca de la deformidad y la inmundicia. Pensamientos obscenos que, al no poder decir, iba guardando, uno a uno, sobre los estantes de un raro mueble de mi mente al que denominé la pensoteca.

lunes, 26 de julio de 2010

UNA NIÑA MUY NORMAL (3)

Cuando yo era chica estaba prohibido aburrirse y pensar que tus padres no te querían. Yo era desobediente. Y lo pensaba. Es que mamá me decía cosas como…”no se te ocurra tener fiebre porque estamos en Brasil....o si llegás a vomitar fuera de la palangana, te reviento"
Nunca Nesquick, no. El que se disolvía en la leche entera de manera instantánea. No. En casa compraban Vascolet. Este cacao era totalmente incompatible con la leche. Flotaba formando islas sobre el líquido y jamás se disolvía. Al intentar tomarlo yo me ahogaba con la nube de polvo que se generaba dentro de mi garganta. Entonces tosía, escupía y ensuciaba el mantel de hule estampado con peras y ciruelas. Mamá me pegaba furiosa con el repasador a cuadros como hacía con las moscas y me mandaba a mi cuarto.
En primavera me obligaba a ir al colegio con medias can-can a pesar de que las temperaturas de la tarde a veces ascendían hasta los veintisiete grados. Y me compraba remeras estampadas con tuercas y pijamas de algodón con dibujos de soldaditos medievales. A mi me gustaban las de flores lilas con hojas verdes y unas que tenían vaquitas de San Antonio.“¿Porqué, mamá, porqué me comprás remeras de G. I Joe?”
“El día que tengas trabajo te vas a poder comprar la ropa que vos quieras, pero ahora... hay que aprovechar las ofertas de Mercería La Lucy”
Por todas éstas razones muchas veces llegué a creer que mi mamá, a mí, no me quería.

domingo, 25 de julio de 2010

DEMASIADAS PELÍCULAS DE VINCENT PRICE

Cuando era mentirosa le decía a mi mamá que no la quería más. Me preguntaba quién había roto la sopera inglesa y yo le echaba la culpa al gato. No teníamos gato,
Cuando era mala escondía las llaves de la casa y me divertía observando cómo las buscaban en lugares absurdos. Aplastaba el pan lactal dentro de su bolsa y tiraba los anillos de oro a la basura.
Cuando era rara me ponía jabón en los ojos para que me llorasen y así lograr que mi maestra de pelo lacio me prestase atención. Me cortaba mechones de pelo y los escondía adentro de los libros.
Cuando era buena pensaba en no preguntarle más a mi abuela porqué en su baño había siempre olor a pis
Cuando estaba triste me gustaba imaginarme adentro de un cajón y una pila de personas llorando a mares a mí alrededor.
Cuando me ofendía me encerraba a inventar conjuros. A mi hermano menor lo imaginaba sin la mitad del cerebro para que quedara tonto de por vida. A mi compañera de asiento de tercero b la devorarían las pirañas dentro de su propia pileta y el mejor amigo de mi primo se volvería pelirrojo.


No se preocupen. Nada de esto es cierto. Es aún peor.

MAMÁ MAMÁ MIRAME

Las formas más extremas que recuerdo para lograr que mis padres posaran su atención en mí, son las asociadas con la inmolación. Desde el intento de saltar al vacío desde el techo de la casita de herramientas, hasta la amenaza de tomar un brebaje venenoso preparado con shampoo de algas, vinagre blanco y mayonesa. En caso de emergencia llevaba el oscurísimo frasquito con la mezcla letal escondido entre la ropa. O sea en caso de que mis padres o hermanos mayores, me empujaran al suicidio. Había etiquetado el misterioso frasco con una calavera dibujada con el grueso trazo de un marcador negro sylvapen.
Un día, después de ofenderme por un reto injusto y a mi parecer desproporcionado, decidí morir de inanición. Quería que me encontraran muerta y abrazada a Lola, mi muñeca.

Dejé pasar el almuerzo de fideos moñito con salsa y queso rallado; el té con tostadas de pan francés manteca y mermelada de ciruela La Campagnola. Pero horas más tarde mi voluntad se vió quebrantada frente a una porción de colita de cuadril al horno, mechada con ajito y perejil y un puré de papas con nuez moscada y mucha manteca.
Desde ese día y para siempre, la huelga de hambre fue tachada de mi lista de métodos para llamar la atención.

UNA NIÑA MUY NORMAL (2)

Cuando era chica una de mis especialidades era llamar la atención. Mi repertorio de ideas, escenas y artimañas para lograrlo, era muy variado. A los siete años preparaba shows para entretener a los invitados mientras éstos disfrutaban de sus gin tonics, sus Jockey Club Rubios, las aceitunas verdes y las papas pay. El ritmo elegido: el chotis madrileño. Vestía enaguas con nudos en los breteles, portaligas, labios desprolijamente pintados con un rouge rojo furioso, tacos con algodones en las puntas, pelo recogido con clips y un paraguas negro. Mi baile, de dudoso gusto, no dejaba de ser una genialidad. Improvisación pura que incluía guiños de ojos, zarandeo de caderas, pataditas alrededor del paraguas y un desparpajo desgarrador. Aplausos rabiosos al final del baile, carcajadas, augurios de una próspera carrera artística. Algunos asistentes me comparaban con Liza Minelli, Isadora Duncan y Shirley Temple, otros lanzaban ofrecimientos al aire para ser los representantes de la talentosa criatura. Una crueldad. Ya que yo creía cada una de sus palabras con una fé exagerada. Y días más tarde le preguntaba a mi madre cuándo empezaba mi carrera de estrella del "baile espontáneo" de estas latitudes y ella contestaba: Qué? te lo creíste, tontita?
Y sí. Yo me lo había creído.
Hoy este recuerdo entre amargo y tierno me acompaña. Una vez al año lo desempolvo y lo revivo mientras le paso una franela a los viejos discos de mi niñez.


sábado, 24 de julio de 2010

MAMÁ, MAMÁ, ME PICA LA COLA y otras anécdotas aberrantes.

Resulta que cuando tenía siete, me picaba mucho la cola. Así de simple. Yo me rascaba sin disimulo en cualquier lado. Me rascaba frente a mis compañeras de colegio, frente a mis vecinos, mis tíos y mis primos; me rascaba en los cumpleaños, en la sala de espera del dentista y en el vivero mientras esperaba que mamá terminara de comprar la media docena de copetes que durante la noche se habían devorado los caracoles. Y aunque hasta ese momento no había asistido a ningún entierro, seguramente si hubiese ido, me habría rascado también allí. Mamá tardó en percatarse de la rara costumbre que yo practicaba con total soltura y sin discriminación de público y espacio. Hasta que un día me rasqué frente al cura de la Parroquia San José. Habíamos ido por la tarde para donar toda mi ropa porque según mamá, de la noche a la mañana, me había convertido en un jastial. (Aún hoy es que sigo sin saber si el haberme convertido en un jastial fué algo positivo, negativo o meramente descriptivo). Mientras mamá le detallaba al cura que el contenido de la bolsa incluía vestidos de punto smock hechos a mano, algunas blusas con el cuello bordado y un vestido de comunión de plumetí francés que, aunque regalo de mi madrina, no era para nada de su agrado, yo jugaba a una rayuela imaginaria sobre las baldosas del patio de la parroquia y me rascaba la cola con especial placer y entusiasmo. Mientras las explicaciones de mamá se sucedían, el cura intercalaba miradas nerviosas entre ella y yo, sólo que a mí me miraba horrorizado y a mi madre le revoleaba los ojos como diciendo: “Señora, haga algo para que se detenga, en el nombre del Señor!” Fue más que espantoso. Porque mi rascado, que hasta ese instante había sido ingenuo, fresco, carente de malicia y proveedor de una extraña felicidad, de pronto se convirtió en un aberrante y oscuro pecado. Me sentí mala, fea, sucia e incomprendida. Al decodificar los gestos del padre Humberto, mamá gritó mi nombre de tal manera que los loros que anidaban en los eucaliptos detrás de la iglesia remontaron vuelo alborotados emitiendo chillidos de horror, y mi rayuela imaginaria se esfumó en un segundo y quedó transformada en puras baldosas. Su mirada mientras se iba acercando a mí, paso a paso, me asustó. Sentí una leve descarga eléctrica en la parte superior de la cabeza que sentía cada vez que mamá descubría alguna de mis travesuras.

“Qué te creés que estás haciendo, asquerosa” dijo. Y me agarró del brazo con violencia, se despidió del cura conmigo colgando de la axila y me arrastró hasta el auto repitiendo: “Qué vergüenza, por dios, qué vergüenza”
Una vez adentro del auto mamá amasó el volante con fuerza y respiró hondo sin mirarme. Después de una breve pausa en la que yo trataba de imaginar qué era lo terrible que había hecho, empezó a hablar. A decirme que no me podía rascar de esa manera frente a la gente, que eso formaba parte de nuestra intimidad, que una cosa es rascarse un brazo o una oreja y otra muy distinta era rascarse, rascarse…y aquí mi madre hizo otra pausa, como cuando me estaba contando algo e interrumpía para buscar las llaves del auto en el fondo de su cartera..."rascarse... las partes", completó…”

¿Las partes? ¿Qué partes, mamá? Y ahí mi mamá se despachó con toda una explicación sobre las partes mostrables, las inmostrables, las rascables y las que no, el pudor, las buenas costumbres, los olores y el qué dirán.
De todo lo que dijo lo que más me confundió fue lo del "qué dirán" y lo único que me quedó más o menos claro fue que rascarse la cola en público era algo espantoso y absolutamente inaceptable
Ese día, frente a la parroquia de San José aprendí que el cuerpo, como todo en este mundo, tiene partes buenas y malas. Si hubiese nacido perro me podría lamer la cola y olérsela a mis amigos sin una madre que me acuse de asquerosa!

PARA VELAR BIEN A MAMÁ


Tenía nueve años y estaba en la cocina completando mi tarea con la ayuda del Manual del Alumno Bonaerense. Mamá me preguntó cuánto me faltaba y me pidió que no dejara rulitos de goma de borrar, ni las virutas de los lápices de colores sobre la mesa. “Cuando termines limpiá todo y vení a mi cuarto que te tengo que decir algo”
Yo disfrutaba haciendo los deberes. Mientras pintaba los dibujos en mi cuaderno Lancero, paseaba la lengua de un lado al otro de mi labio inferior, canturreaba canciones de la Novicia Rebelde y perdía la noción del tiempo. Uno a uno pintaba los trajes de los granaderos con un lápiz color azul ultramar. Lo hacía con dedicación, trazos parejos, perfectos, casi obsesivos. Después de repasar por última vez el pretérito pluscuamperfecto del verbo correr, pasé el escobillón, el trapo de rejilla por el hule estampado y guardé la cartuchera, los cuadernos y el manual dentro de mi valija de cuero marrón. Antes de cerrar las hebillas, la olía inspirando profundo en su interior con los ojos cerrados. Es que ese olor, aunque dulzón y algo deprimente, mezcla de crayón, recortes de la revista Anteojito, libro de texto y basura de sacapuntas, me hacía sentir bien. No sé porqué. Después, me subí a los patines de frazada escocesa que me esperaban en el límite entre los mosaicos y el parquet de roble americano, y jugando a ser una patinadora profesional, crucé el comedor y el living para así llegar al cuarto de mamá, ahora canturreando, Chim chim cher-ee, otra de mis canciones preferidas, en este caso de Mary Poppins. Ella estaba leyendo el Readers Digest recostada sobre la cama, la colcha Pallette blanca replegada sobre sus pies, porque había empezado a hacer frío, y los anteojos con marcos de carey apoyados a mitad de la nariz.

Primera parte

UN TAL ROQUE FELER

Al parecer yo no dimensionaba el valor del dinero. Mucho menos imaginaba lo mucho que costaba ganarlo. Esto enfurecía a mi madre y cuando podía me daba un sermón que incluía frases como: la plata no brota de los árboles, cómo se nota que tu única preocupación es que te queden parejas las dos colitas y saltar bien al elástico....Y toda vez que yo pretendía que me comprara algo que ella consideraba un gasto innecesario o demasiado caro para nuestro presupuesto, me decía:

Vos creés yo soy Roque Feler, mijita?
Dentro de la lista que el tal Roque Feler podía afrontar y nosotros no, mamá incluía:
La revistas Billiken y Anteojito, las galletitas manón, las figuritas con brillantina, los chupetines Topolino, los helados Noel, las lapiceras con luz, el Ludomatic y el cerebro mágico.



En memoria de John Davison Rockefeller.
El multimillonario con quien mi madre me atromentara en la niñez.

DIOS SI ME ESTÁS ESCUCHANDO MOVÉ LA LÁMPARA

De un día para otro pasé de ser una niña común y silvestre a ser una niña católica. Así por lo menos lo tengo registrado en mi memoria. Como si un lunes me hubiese dedicado a fabricar papel picado, a saltar a la soga, a ver pasar las nubes tirada panza arriba sobre el pasto y al día siguiente me hubiese convertido en alguien diferente. Alguien que pensaba que esas nubes, los bichos canasto, el verdulero y, ella misma, habían sido todos creados por un dios.

La idea de dios la entendí enseguida. Había alguien que sabía hacer hormigas y ese alguien no era humano. Los humanos podíamos fabricar bidets, teléfonos, panderetas y aviones, pero ningún humano tenía la capacidad de crear vida de la nada. Y aunque a mi igualmente me parecía que los que habían inventado la televisión y el teléfono eran casi dioses, la idea de un ser capaz de crear todo el universo empezó a fascinarme. Tanto que pensar en él se transformó en mi pasatiempo preferido.
Una de las cosas que más me divertía, era clasificar y hacer comparaciones entre sus creaciones. Dios había creado a los tábanos y a la luna, a Cleopatra y a mi tío Cacho, a Doris Day y a mí.
Otra cosa muy conveniente acerca de dios es que le podías pedir cualquier cosa. Al menos eso entendí yo. Lo primero que le pedí fue que cambiara el color de mis ojos. Siempre pensé que haber venido al mundo con un par de ojos marrones había sido un error. Yo había nacido para tener ojos verdes....

FRASCO DE AHORRO

Ahorrar es esconder plata sin que se entere tu padre. Textuales palabras de mi madre.


Mis ideas de administración y finanzas las aprendí todas de la mano de mamá. Ella decía frases como ésta: "Cría cuervos y te comerán los ojos".

Mamá tenía tres hijos. Dos cuervos y yo.

Ella nunca me explicó lo que era una caja de ahorro. Tampoco me llevó una mañana a una visita guiada al Banco Nación. Una noche mamá me guió hasta el fondo del jardín. En una mano llevaba una linterna Eveready colorada, en la otra, un frasco de café Dolca con diez mil dólares prolijamente enrollados en su interior. Mamá cavó un pozo cinco pasos a la izquierda de un azarero. Y allí enterramos el frasco envuelto en una bolsa de plástico negro amordazada con cinta scotch..
Así fue que recibí mi primer lección de ahorro. Se ve que yo era otra clase de pájaro. .

MAMÁ Y EL DICCIONARIO NO SABÍAN NADA DE NADA



Le dije como mil veces a mamá que no le había pedido nacer. Se lo gritaba cuando me sacudía por jugar demasiado con las borlas de los almohadones. O cuando me retaba por dejar una estela de migas de pan de centeno en el pasillo, o por arrancar las flores del cerco de bignonias. Nadie sabía que corría a esconderme para olerlas en un intento por trasponer nuestras diferencias.
Ella, flor. De cáliz acampanado y hojas con
folíolos oblongos, aserrados, pubescentes, al menos en el nervio medio del envés. Flor, de inflorescencias en panículas terminales, en los tallos nuevos. Flor, de corola tubular, amarillenta en su interior, con el tubo de color anaranjado pálido y el limbo escarlata.
Yo, niña. Según el diccionario de la Real Academia Española, apenas un ser que está en la niñez, que tiene pocos años, poca experiencia. Y eso, comparado con la descripción de la
bignonia, es la confesión aterradora de que acerca de mí, no sabían nada en absoluto.

UNA NIÑA MUY NORMAL (1)


Tuve una infancia bastante rara. En casa había una televisión Atma y una plancha Siam di Tella. Nunca viajábamos en taxi, pero de haberlo hecho, supongo que la marca del auto hubiera sido Eslabón de Lujo. No teníamos secador de pelo por lo que en invierno secaba mi larga melena rubia con el calor de la chimenea. Un día de junio el fuego chisporroteó más de la cuenta y me prendí fuego. Me apagaron con el agua de un florero chino y un vaso de Paso de los Toros.
Mi madre alegaba ser vegetariana. Aunque comía milanesas de peceto porque decía que la carne disfrazada no le daba impresión. En verano nunca accedían a comprarme helados. Yo insistía. Me trepaba al portón del frente de la casa a esperar el pedaleo cansino del heladero y su agónico cantito: “Helado, helado. Helados Noel, helados". Apenas lo detectaba a lo lejos, salía corriendo para localizar a mi mamá. Generalmente estaba en su cuarto leyendo el Reader´s Digest. Me ubicaba debajo de su ventana, al lado del azarero, y le daba una serenata: “Helado, helado. Helados Noel, helados”. Ella escuchaba hasta el final para luego decir: “No hinchés más, querés. Ya te dije que no”. Y me mandaba a hacer tortitas de barro mezcladas con las zanahorias mustias del cajón de las verduras. Pero un buen día ocurrió un milagro. Cuando estaba por cumplir ocho años me caí del tobogán más alto del colegio y me torcí la pierna derecha. Rengueaba. Mis padres dijeron que era una teatrera. Que Greta Garbo, al lado mío, era un poroto. Que si Fellini venía a la Argentina, tal cosa, que si Andrea del Boca necesitaba un reemplazo, tal otra. Al día siguiente mi pierna había triplicado su tamaño. Se parecía a la del muñeco de la publicidad de los neumáticos Michelín. Las comparaciones enmudecieron. Me llevaron al hospital y después de algunas radiografías el médico diagnosticó una fractura doble. Tibia y peroné. Me fabricaron una bota de yeso sobre la que el traumatólogo escribió: "Para la nena más linda, del Doctor Noel". Milagrosa coincidencia. Ese día me compraron un helado de dos pisos de vainilla y chocolate.



viernes, 23 de julio de 2010

¿SERÍA MI MADRE?

De chica me preguntaba si esa mujer depilándose el bozo en el baño era mi madre. Supongo que todo niño alguna vez tuvo sospechas acerca de su origen. Las mías eran múltiples por múltiples motivos. Mamá detestaba que los pájaros la despertaran, que los perros babearan y que las vacas dijeran mu. Yo en cambio me sentía la reencarnación de San Francisco de Asís. Mamá creía que los extraterrestres eran puras estupideces. Yo intentaba comunicarme con ellos dos veces por semana. Mamá pensaba que esconder las galletitas, el cable de la tele y contar las milanesas frías que habían quedado en la heladera, era un plan de economía doméstica. Yo que era puro abuso de poder. Yo amaba la lectura, saber de dónde se extraía el jade y hacia dónde emigraban las golondrinas. Mamá lo único que terminó de leer fue Platero y Yo, tres artículos del Readers Digest y su máximo interés era ganar el Prode. Yo aprendía a hacer voulavents viendo Buenas Tardes Mucho Gusto. Mamá bufaba cuando tenía que hacer los huevos duros para los pic-nics.
Ella, grandes ojos del color del tiempo. Yo, ojos marrón zapato de colegio. Ella, pelo rubio ceniza llovido. Yo, pelo castaño rojizo voluble. Ella, odiaba el pollo. Yo, le pedía a Papá Noel que me dejara uno al espiedo al pie del arbolito.
¿Habrá sido mi madre?