viernes, 10 de septiembre de 2010

LOS FAVORES DE MAMÁ

Mamá siempre me pedía que hiciera cosas. Por lo general eran cosas raras. Como unos complejos rituales de limpieza, que por extraño que parezca, yo seguía al pie de la letra y sin anteponer ninguna objeción. Uno era frotar las canillas de bronce con virulana y Pulloil. Cada vez que me lavaba las manos debía secar y frotar las cañerías hasta que brillaran. Y el desagüe de la bañadera al terminar mi baño de inmersión. Otro era usar patines de frazada para no rayar el piso con las suelas Vibram de mis zapatos del colegio. Debía repasar los zócalos de mi cuarto con una franela, untarle Polycera color caoba a los muebles del comedor, para después sacarles brillo con nuestra vetusta lustradora Electrolux. Otras veces me pedía la ayudara a sacar el moho de las juntas de las baldosas de la cocina y de los azulejos del baño con un cepillo de alambre. O cuando me pedía que la ayudara a llevar la alfombra del living al jardín y juntas lavábamos ese socotroco de lana verde de tres metros por dos de ancho, con una manguera y jabón blanco sobre el pasto.
Mamá también me pedía otro tipo de favores, claramente más egoístas. Como cuando me explicó que si durante la noche me subía la fiebre, a quien debía despertar era a papá. O cuando silbando” la farolera tropezó” con insistencia, desde su tibia cama en pleno invierno, interrumpía mis sueños para que le llevara un paquete de Duquesas y un vaso de agua con hielo. Pero lo que mamá realmente me pedía con mayor frecuencia, era que guardara secretos. Mamá y yo teníamos muchísimos secretos. Nadie, excepto nosotras dos sabía, que enterrado en el jardín, debajo de la hiedra, a cinco pasos a la izquierda del azarero, había un frasco de café Dolca con un rollo de diez mil dólares adentro. Ese era uno de los secretos estables. El otro, que detrás del gran cuadro de cacería inglés, que decoraba la chimenea, había un sobre vía aérea con los datos de una cuenta bancaria amordazado con cinta scotch. Huir a toda velocidad de un policía de tránsito que nos perseguía zigzagueante sobre su motocicleta, o dar una vuelta en U en plena avenida, era la clase de secretos que surgían cuando mamá rompía las reglas impuestas por el municipio, cosa que hacía con esmero y prolija asiduidad.
Mamá tenía un don muy especial, que consistía en pedirme con total y absoluta naturalidad... la mayor y absoluta anormalidad. Y así es como me pedía estos extraños favores. Como al pasar. Como quien pregunta ...“¿a vos el pastel de papas, te gusta con o sin pasas de uvas?” Tal vez por eso sea que yo los tomaba así también. Y entonces sus pedidos, incluso el que anotase instrucciones precisas para organizar su velorio... a mí me parecía que era algo que hacían todas las madres.

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