lunes, 30 de agosto de 2010

LOS COLORES SEGÚN MAMÁ

Mamá no conocía los colores. Al menos no usaba los nombres que aparecían en mi caja de lápices marca Faber Castells para nombrarlos.
Rojo, amarillo, verde, azul, rosa, celeste. No. Ella tenía un vestido color herrumbre y un pañuelo de gasa color azafrán.
Alcanzame la pollera color chocolate rallado, no me gustan las bufandas color heliotropo. Mamá me contaba que a una amiga de su infancia le brillaba el color ladrillo. Que su prima hermana Lourdes odiaba el color laurel y que aún así su novio le rogaba se pusiera esa blusa color aceituna.
Malva, celeste bandera, té de Ceylon, magnolia, acero, yema de huevo, petunia, cemento fresco.
Mi madre tenía los ojos del color del tiempo.
Gracias a mamá yo hoy sobre la mesa no despliego un mantel verde. Despliego un mantel color pistacho.

ARREGLAR A MAMÁ

A los nueve años mamá me decía cosas como ésta.
Que el día que ella muriese
me iba tocar encargarme de ciertas cosas.
Papá y los varones arreglarían lo del entierro, y yo,
de que ella en el velorio se viera... linda!
Sí. Por ser la menor y la única mujer,
en la repartija de deberes filiales el día de su velorio,
me había tocado la espeluznante tarea de...
"arreglar" a mamá!
Antes de que llegara la gente a contemplarla, yo debería seguir una serie de pasos. Primero, me encargaría de que le pusieran el camisón blanco con cuellito de encaje. En segundo lugar debía ocuparme de su peinado. Ponerle el rulero mas chiquito de la bolsa de los ruleros en el flequillo. Batirle después el pelo con el peinecito de cola, inclinando el peinado hacia un costado, preferentemente hacia la derecha. Además debía rociarlo todo con spray en caso de que alguna corriente de aire entrara al cuarto y pudiera despeinarla. Más tarde procedería a pintarle las uñas con el esmalte Wild Rose de Revlon. Mientras sus uñas se secaban le aplicaría un poco de base suave de Mary Kay, algo de rubor en las mejillas, el más claro de todos y sobre los labios el rouge Pale Peach de Helena Rubinstein. Pero para los ojos...nada de sombras. Era inadecuado.


Las sábanas elegidas para el evento estaban en el segundo estante del placard del pasillo. El juego de motitas que había comprado durante algún verano, en Florianópolis. Debía armar la cama, con esmero, cuidando de que no quedaran arrugas sobre la superficie. Armaría unos ramitos silvestres juntando flores del jardín que luego colocaría en cada esquina de la cama. Después con ayuda de alguien debería acomodarla como sentada sobre las dos almohadas de plumas, como para que pareciera dormida sobre el lecho que en vida compartiera con mi padre.


Es una buena noticia que para cuando mamá murió, yo ya no era una niña.
Las extrañas circunstancias de su muerte, además, se interpusieron en sus deseos.
Nunca llegué a ver su cuerpo quieto. Jamás pude cumplir sus detallados pedidos.
Pero aún así en mi mente...cada vez que cierro los ojos antes de dormirme... puedo verla.
Muerta y linda como ella hubiese querido.

sábado, 28 de agosto de 2010

EL VOCABULARIO DE MAMÁ

En casa usábamos palabras, expresiones y extranjerismos raros. Aunque el único leído de la familia era papá, mamá tenía la costumbre de retener en la memoria vocablos extraños que escuchaba por ahí e incorporaba de inmediato a su vocabulario. Lo llamativo era que mamá desonocía por completo el significado de dichas palabras pero dotada de una intuición poderosa, las acomodaba a la perfección en el interior de sus oraciones.
Mi infancia se vió nutrida de esta clase de palabras y expresiones y sobretodo de esta angurrienta costumbre de acumular palabras.
Cornucopia, opíparo, cintura divito, babé, canicular, jastial, sílfide, tísico, heliotropo. Bonvivant, blef, almácigo, gestroemia, misansen, parecía una cornucopia. El vestido de Martita era ampuloso, tu tío Roberto es un sibarita.
Mi artificioso vocabulario crecía y crecía cada día. Con él hablaba con mis amigas del colegio, con mis hermanos y con las visitas.
Siendo un poco más curiosa, pudorosa y responsable que mi madre,  antes de estrenar un vocablo yo le preguntaba  qué quería decir.
Mamá decía... 
- Ay, por dios! Qué calor canicular!
  Y yo le pregunataba...
- Qué quiere decir canicular, mamá?
  Y mamá me respondía...
-  Canicular? Que viene de la canícula, chiquita.
Las definiciones de mamá me ayudaban poco y nada a entender el misterioso término que se posaba en mis oídos. Tanto como a Amundsen le hubiera servido un “por allá” para orientarse en el polo norte, las explicaciones de mamá no me ayudaban a navegar en el mar de las palabras. Entonces, como ella, me dejaba llevar por el viento de mi intuición para poder utilizar mi nueva adquisición en la siguiente oportunidad que se presentase.
Situación: El restaurante. Plato elegido: un omelette. Palabra nueva: babé
_ Qué va a pedir la señorita?
- Un omelette de jamón y queso...babé, por favor. Y el mozo sorprendido por la descripción de mi pedido, me entendía y me traía el omelette como a mi me gustaba. Y era así que yo comprobaba que mi intuición no había fallado. La palabra babé ya era mía.
Creyendo lucirme en mis clases de lengua y ciencias sociales también incluía este tipo de expresiones en mis frases y composiciones. Pero en el colegio nada resultaba como lo esperaba. Ninguna maestra me felicitaba ni me acariciaba la cabeza al leer mis escritos. Todo lo contrario.  Mi estrafalario vocabulario me traía problemas. Generaba perspicacias, resistencias y hasta extrañas conclusiones acerca de  mi persona.  
TAREA PARA EL HOGAR:
Escriba cinco oraciones  libres utilzando al menos un adjetivo por oración.
Yo disfrutaba muchísimo de este tipo de tareas. Y me sentaba en el comedor diario con toda mi inocencia a esperar que la inspiración me dictase las extrañas oraciones que luego transcribía en mi cuaderno Lancero...

1. Los niños descansan bajo el sauce eléctrico después de un
  opíparo brunch.

2. Al notar que los pantalones ya le quedaban cortos, la madre exclamó:
   ¡Ay, hija! Estás hecha un jastial.

3. Olivia organizó la frutas en el bowl cual cornucopia.

4. Optaron por no salir a juntar totoras ya que el calor del  mediodía era canicular.

Diana, mi maestra de lengua, sospechaba de mi vocabulario. Sospechaba de mí. Supongo que era porque le molestaban los chicos rebuscados y yo creo mi manera de hablar y de escribir le generaba desconfianza y hacía que  encajara dentro de  esa categoría. Un día la escuché cuchicheando con Amanda, la de matemática, mientras corregían los cuadernos a la hora del recreo:

- Clemencia escribe raro, ¿viste?.  Escuchá lo que puso en esta oración:


"Disfrazada de Carmen Miranda, la niña  bebió el agua helada
 del aguamanil sin saber que su madrastra la había envenenado minutos antes con ácido muriático."


- Y bueno, qué querés? Con el nombre que tiene, pobre chica, contestó Amanda.

Hoy la entiendo a Amanda. A mi también me molestan los chicos rebuscados. Son como elfos amenazantes y peligrosos que ven cosas que los adultos dejaron de entender hace tiempo. Mucho más aún si sus nombres los acusan de  las virtudes que carecen.

viernes, 20 de agosto de 2010

CUANDO MAMÁ NO ESTABA

Antes de empezar me cercioraba de que la casa estuviera vacía. Después corría los muebles del comedor y entonces daba comienzo la práctica. La música en casa no ayudaba demasiado. En nuestro Ken Brown sonaba mucha Bossa Nova, Ray Conniff, algo de Nat King Cole y Frank Sinatra, pero nada de Rod Stewart o Peter Frampton. Entonces canturreaba. Entrecerraba los ojos para recordar la melodía y fruncía el seño para concentrarme y, sin perder el compás, poder hacer ambas cosas al mismo tiempo …if you want my Money and you think I´m sexy, come on sugar let me know… Y así iba puliendo el pasito de moda. Un rebotecito adelante y otro atrás, sacudiendo la cadera, pero nada exagerado. Y una vez alcanzado la cadencia y el ritmo deseados con todo el cuerpo, recién ahí introducía el bamboleo de brazos…She sits alone waiting for suggestions, he's so nervous avoiding all the questions...
Llegaba el sábado y sin importar cuán perfecto me hubiese salido el paso de baile nuevo el día anterior, ni si justo ese día tenía algo para estrenar...a último momento me acobardaba y decidía no ir. Y todo por mi pelo.
El pelo que me había tocado en suerte no era ni rizado, ni lacio, ni grueso ni finito, ni ondeado ni crespo. Mi pelo era todas esas posibilidades pero al mismo tiempo. Y no dudé en tomarlo como un castigo divino. Bastante me había costado aceptar que de todos en casa yo era la única que tenía ojos marrones; medir un metro setenta y tres cuando ningún posible candidato superaba el metro sesenta y cinco; calzar treinta y nueve desde los doce; tener boca grande y ser catalogada por mis tías abuelas como interesante en vez de linda...pero tener el pelo voluble? Eso ya era demasiado.
Qué le pasaba a mi pelo? Porqué actuaba así? Qué fuerza diabólica lo dominaba. Cuando el clima era seco se achataba, se electrizaba y se adhería a mis cachetes contundentes. Y en cuanto la humedad superaba el setenta por ciento, se encrespaba, se inflaba y enloquecía. Y mi flequillo se rebelaba aún más formando dos rulos con forma de cuerno sobre mis sienes dándome un aspecto indeseable de querubín gigante. No tardé mucho en aprender algunos trucos que, aunque tortuosos, mantenían mi pelo indomable bajo control. Esto me proporcionaba la confianza necesaria para ir a las fiestas y enfrentar al sexo opuesto.
Después del “querés bailar” los examinaba de reojo. Ni lindos ni feos eran los chicos que me elegían. Pero aceptaba. Yo me concentraba en reproducir los pasitos que había practicado durante la semana dándole la espalda. Prefería controlar el contorno de mi cabeza que se reflejaba en el panel de vidrio del ventanal que tenía a mis espaldas que comprobar si el chico tenía lindos ojo. La noche prometía. El pasito me salía a la perfección, la dieta de la manzana verde había dado resultado, mi pelo se mantenía en su lugar... Y los temas que pasaban eran mis preferidos: Fleetwood Mac, Gloria Gaynor, Stevie Wonder. Pero el bailar me hacía transpirar a rolete. Y a él también. El calor se hacía insoportable. Yo evitaba establecer contacto visual para que no me lo pidiera. El rebotecito adelante y atrás, siempre mirando a un costado y al otro. Y de pronto lo inevitable. Un golpecito en el hombro y la fatídica propuesta: "Che, vamos afuera a tomar algo” Y ahí empezaba mi pesadilla. Caminar manteniendo la cabeza debajo de los aleros parecía ser la única solución para que los efectos del rocío sobre mi cabellera no se hicieran notar. Pero la situación se hacía insostenible. Cuánto tiempo podíamos durar así?
Yo, caminando por el caminito de ladrillos con la cabeza inclinada debajo del techo y él por el colchón de musgo con cara de asustado. Nada. Entonces me entregaba a la intemperie y la metamorfosis no se hacía esperar. Alimentada por ese cocktail letal de baile, transpiración, el vapor hirviente que emanaba de mi cabeza y el rocío, mi peinado mutaba, cobraba vida...crecía.
El rocío era uno de los mayores enemigos de mi tipo de pelo. Producía un efecto silencioso y mortal sobre la primera capa de mi peinado alisado a fuerza de métodos medievales. Había pasado horas intentando engañar a la naturaleza con un truco maléfico llamado “la toca”, para que, en cuestión de segundos, el efecto de estiramiento se revirtiera a una velocidad espeluznante.

CONTINUARÁ

MAMÁ, ¿POR QUÉ LIDIA NO SE SIENTA CON NOSTROS A LA MESA?

Esa pregunta la formulé el 21 de junio de 1968 a la hora de comer. Lo recuerdo con mucha precisión porque empezaba el invierno y fue el mismo día en que me agarré el dedo gordo de la mano con la puerta del falcon. Lidia, la señora que trabajaba en casa, esa noche se sentó  a la mesa para ayudarme a cortar con el cuchillo. El dolor punzante en mi dedo me impedía hacerlo por mis propios medios.
Mamá comía atún La Campagnola con ensalada de chauchas y huevo duro y yo, milanesa con puré.  Siempre cosas distintas comíamos mamá y yo. Ustedes se preguntarán por qué la que  me ayudaba a cortar la milanesa era Lidia en vez de mamá… Por suerte ese tipo de preguntas no se me ocurrían a mis seis años.


Lo que yo quería saber era otra cosa.


_ Mamá ¿Por qué Lidia no se sienta a comer con nosotros en la mesa?


_ Porque está cansada de estar con nosotros todo el día, gordita.


_ Estás cansada de nosotros, Lidia?


_ No


_Mamá…dice Lidia que no está cansada.


_Bueno. Y qué va a decir, chiquita.


_ A mí me parece que Lidia no se sienta porque no te gusta. ¿Es porque dice jodida, mina, culo y la calor?


_ Pero qué disparate! Qué estás diciendo!


_ No se preocupe, señora. Es una nena…


_No se dice nena , Lidia. A mamá no le gusta. Tampoco le gusta que diga rojo, apetito, coche, hermoso y falleció.


_Clemencia! Qué te pasa? Mirá que te vas a ir a la cama sin comer arroz con leche, eh!


_No se haga problema, señora. Es cierto, me falta educación. Voy a tratar de hablar mejor, permiso.


_ Mirá lo que hiciste! Te vas a tu cuarto inmediatamente. ¿Y por qué llorás, ahora?


_Porque me duele mucho el dedo, mamá!.

domingo, 8 de agosto de 2010

LA AUTOESTIMA SEGÚN MAMÁ

Para levantar mi autoestima mamá incurría en comparaciones inexplicables. Cuando me quejaba de mi pelo voluminoso, me decía que era un disparate, que así lo usaba Rita Hayworth. Cuando lo que me obsesionaba era mi nariz, me decía que Barbra Streisand tenía una nariz enorme y así y todo, era fabulosa.
Cuando tenía 17 me sugirió... ¿Porqué no le escribís una carta al príncipe Carlos, chiquita?. Según mamá, el futuro rey de Inglaterra caería rendido sobre mis pies número treinta y nueve en cuanto terminara de leerla. Ni se daba por enterada que a mi el príncipe me parecía un viejo con cara de pájaro y que yo estaba planeando meterme en un convento para huir de la realidad. No contenta con su fantasía de que viviese en el Palacio de Buckigham, un día apareció con la loca idea de que tenía que conocer al hijo del Aga Khan. ¿A quién? Yo pregunté si era el de los panes ya que confundida creí que me hablaba del hijo de Carlos Sacaan, el que garantizaba panes por televisión.  Pero no. No era el panadero al que mamá se refería. Era otro candidato rídiculo e inalcanzable pero relleno de sangre noble, eso sí.
- Yo te pago el pasaje para que te lo cruces en Oxford, gordita, me decía. Con lo bien que hablás inglés…
Según mamá ese era el único requisito que  necesitaba para conquistar a sus extraños candidatos de realezas lejanas.
Pero yo seguía manifestando serios problemas de autoestima que mamá  insistía en curar con su extraño método de las comparaciones.
- Mamá, tengo las piernas gordas...
- Fuertes, como las de Amelita Vargas.
- Mamá, mis labios parecen dos salchichas de viena..
- No digas pavadas. Son sensuales... como los de Jean Paul Belmondo.
- Mamá, soy demasiado alta, me siento Obelix.
- Qué disparate. Esther Williams mide 1.75. 
Nunca terminaba de entender si las comparaciones que hacía mamá eran edificantes o desmoralizantes. Si lo que me brindaba era una ayuda invaluable o una insinuación velada de que esperaba mucho más de mí.
Yo no tenía la nariz tan grande como la de Barbra Streissand... pero tampoco su voz de terciopelo.Es cierto. Tenía el pelo inflado como el de Rita Hayworth, pero ni un gramo de su belleza extraordinaria. Los labios carnosos de Jean Paul Belmondo, pero ninguna oferta del cine francés para protagonizar una película de acción. Las piernas de Amelita Vargas, pero la cintura de Danny de Vitto.
Y el Príncipe Carlos jamás recibió esa carta. Y con la plata del pasaje para ir a conocer al Aga Kahn mamá arregló la trompa chocada del Falcon.

Con esta autoestima de porquería igualmente conseguí novio y me casé. Y mamá me ayudó hasta último momento. Un mes antes de mi casamiento me obesioné con la idea de que tenía cara de varón. En las pruebas del vestido cada vez que me miraba al espejo sentía que era mi padre disfrazado de novia.
Una vez más mamá salió en mi auxilio.
- Mamá. Me parece que tengo cara de varón…
- Ay..no te preocupes, mi chiquita…con el tul y las flores...


martes, 3 de agosto de 2010

LA PENSOTECA

Nunca me dijeron que no podía decir ciertas cosas. Decir que los pies inmundos eran inmundos. Decir que mi abuela dejaba los azulejos del baño impregnados de olor a cola.
Mi madre vigilaba mucho más mis acciones que mis pensamientos. No te comas los mocos, no metas los dedos adentro del puré, no hagas burbujas de baba, no chupes los botones del saco, no digas eso. Nunca me dijo que no pensara.
Pero yo además de pensar lo que pensaba necesitaba nombrar. Hablar de lo obvio, denunciar, decir. La fealdad, por ejemplo. Lo feo me aterraba y me atraía con la misma intensidad. Y quería compartirlo. Los cuerpos humanos y sus deformidades. Y mucho más que cualquier otra parte visible del cuerpo, los pies feos me provocaban arcadas. Y una especie de fascinación lindante con la tortura, debo reconocer. Bocas con dientes apilados, lenguas verdes y verrugas con pelos ocupaban el segundo lugar en esta clasificación nunca dicha o escrita. Estos eran pensamientos que claramente yo identificaba como inconfesables. Como si pensar fuese un oscuro crimen que yo sola sabía que había cometido.
Pensaba. Pensaba cosas acerca de la deformidad y la inmundicia. Pensamientos obscenos que, al no poder decir, iba guardando, uno a uno, sobre los estantes de un raro mueble de mi mente al que denominé la pensoteca.