lunes, 26 de julio de 2010

UNA NIÑA MUY NORMAL (3)

Cuando yo era chica estaba prohibido aburrirse y pensar que tus padres no te querían. Yo era desobediente. Y lo pensaba. Es que mamá me decía cosas como…”no se te ocurra tener fiebre porque estamos en Brasil....o si llegás a vomitar fuera de la palangana, te reviento"
Nunca Nesquick, no. El que se disolvía en la leche entera de manera instantánea. No. En casa compraban Vascolet. Este cacao era totalmente incompatible con la leche. Flotaba formando islas sobre el líquido y jamás se disolvía. Al intentar tomarlo yo me ahogaba con la nube de polvo que se generaba dentro de mi garganta. Entonces tosía, escupía y ensuciaba el mantel de hule estampado con peras y ciruelas. Mamá me pegaba furiosa con el repasador a cuadros como hacía con las moscas y me mandaba a mi cuarto.
En primavera me obligaba a ir al colegio con medias can-can a pesar de que las temperaturas de la tarde a veces ascendían hasta los veintisiete grados. Y me compraba remeras estampadas con tuercas y pijamas de algodón con dibujos de soldaditos medievales. A mi me gustaban las de flores lilas con hojas verdes y unas que tenían vaquitas de San Antonio.“¿Porqué, mamá, porqué me comprás remeras de G. I Joe?”
“El día que tengas trabajo te vas a poder comprar la ropa que vos quieras, pero ahora... hay que aprovechar las ofertas de Mercería La Lucy”
Por todas éstas razones muchas veces llegué a creer que mi mamá, a mí, no me quería.

domingo, 25 de julio de 2010

DEMASIADAS PELÍCULAS DE VINCENT PRICE

Cuando era mentirosa le decía a mi mamá que no la quería más. Me preguntaba quién había roto la sopera inglesa y yo le echaba la culpa al gato. No teníamos gato,
Cuando era mala escondía las llaves de la casa y me divertía observando cómo las buscaban en lugares absurdos. Aplastaba el pan lactal dentro de su bolsa y tiraba los anillos de oro a la basura.
Cuando era rara me ponía jabón en los ojos para que me llorasen y así lograr que mi maestra de pelo lacio me prestase atención. Me cortaba mechones de pelo y los escondía adentro de los libros.
Cuando era buena pensaba en no preguntarle más a mi abuela porqué en su baño había siempre olor a pis
Cuando estaba triste me gustaba imaginarme adentro de un cajón y una pila de personas llorando a mares a mí alrededor.
Cuando me ofendía me encerraba a inventar conjuros. A mi hermano menor lo imaginaba sin la mitad del cerebro para que quedara tonto de por vida. A mi compañera de asiento de tercero b la devorarían las pirañas dentro de su propia pileta y el mejor amigo de mi primo se volvería pelirrojo.


No se preocupen. Nada de esto es cierto. Es aún peor.

MAMÁ MAMÁ MIRAME

Las formas más extremas que recuerdo para lograr que mis padres posaran su atención en mí, son las asociadas con la inmolación. Desde el intento de saltar al vacío desde el techo de la casita de herramientas, hasta la amenaza de tomar un brebaje venenoso preparado con shampoo de algas, vinagre blanco y mayonesa. En caso de emergencia llevaba el oscurísimo frasquito con la mezcla letal escondido entre la ropa. O sea en caso de que mis padres o hermanos mayores, me empujaran al suicidio. Había etiquetado el misterioso frasco con una calavera dibujada con el grueso trazo de un marcador negro sylvapen.
Un día, después de ofenderme por un reto injusto y a mi parecer desproporcionado, decidí morir de inanición. Quería que me encontraran muerta y abrazada a Lola, mi muñeca.

Dejé pasar el almuerzo de fideos moñito con salsa y queso rallado; el té con tostadas de pan francés manteca y mermelada de ciruela La Campagnola. Pero horas más tarde mi voluntad se vió quebrantada frente a una porción de colita de cuadril al horno, mechada con ajito y perejil y un puré de papas con nuez moscada y mucha manteca.
Desde ese día y para siempre, la huelga de hambre fue tachada de mi lista de métodos para llamar la atención.

UNA NIÑA MUY NORMAL (2)

Cuando era chica una de mis especialidades era llamar la atención. Mi repertorio de ideas, escenas y artimañas para lograrlo, era muy variado. A los siete años preparaba shows para entretener a los invitados mientras éstos disfrutaban de sus gin tonics, sus Jockey Club Rubios, las aceitunas verdes y las papas pay. El ritmo elegido: el chotis madrileño. Vestía enaguas con nudos en los breteles, portaligas, labios desprolijamente pintados con un rouge rojo furioso, tacos con algodones en las puntas, pelo recogido con clips y un paraguas negro. Mi baile, de dudoso gusto, no dejaba de ser una genialidad. Improvisación pura que incluía guiños de ojos, zarandeo de caderas, pataditas alrededor del paraguas y un desparpajo desgarrador. Aplausos rabiosos al final del baile, carcajadas, augurios de una próspera carrera artística. Algunos asistentes me comparaban con Liza Minelli, Isadora Duncan y Shirley Temple, otros lanzaban ofrecimientos al aire para ser los representantes de la talentosa criatura. Una crueldad. Ya que yo creía cada una de sus palabras con una fé exagerada. Y días más tarde le preguntaba a mi madre cuándo empezaba mi carrera de estrella del "baile espontáneo" de estas latitudes y ella contestaba: Qué? te lo creíste, tontita?
Y sí. Yo me lo había creído.
Hoy este recuerdo entre amargo y tierno me acompaña. Una vez al año lo desempolvo y lo revivo mientras le paso una franela a los viejos discos de mi niñez.


sábado, 24 de julio de 2010

MAMÁ, MAMÁ, ME PICA LA COLA y otras anécdotas aberrantes.

Resulta que cuando tenía siete, me picaba mucho la cola. Así de simple. Yo me rascaba sin disimulo en cualquier lado. Me rascaba frente a mis compañeras de colegio, frente a mis vecinos, mis tíos y mis primos; me rascaba en los cumpleaños, en la sala de espera del dentista y en el vivero mientras esperaba que mamá terminara de comprar la media docena de copetes que durante la noche se habían devorado los caracoles. Y aunque hasta ese momento no había asistido a ningún entierro, seguramente si hubiese ido, me habría rascado también allí. Mamá tardó en percatarse de la rara costumbre que yo practicaba con total soltura y sin discriminación de público y espacio. Hasta que un día me rasqué frente al cura de la Parroquia San José. Habíamos ido por la tarde para donar toda mi ropa porque según mamá, de la noche a la mañana, me había convertido en un jastial. (Aún hoy es que sigo sin saber si el haberme convertido en un jastial fué algo positivo, negativo o meramente descriptivo). Mientras mamá le detallaba al cura que el contenido de la bolsa incluía vestidos de punto smock hechos a mano, algunas blusas con el cuello bordado y un vestido de comunión de plumetí francés que, aunque regalo de mi madrina, no era para nada de su agrado, yo jugaba a una rayuela imaginaria sobre las baldosas del patio de la parroquia y me rascaba la cola con especial placer y entusiasmo. Mientras las explicaciones de mamá se sucedían, el cura intercalaba miradas nerviosas entre ella y yo, sólo que a mí me miraba horrorizado y a mi madre le revoleaba los ojos como diciendo: “Señora, haga algo para que se detenga, en el nombre del Señor!” Fue más que espantoso. Porque mi rascado, que hasta ese instante había sido ingenuo, fresco, carente de malicia y proveedor de una extraña felicidad, de pronto se convirtió en un aberrante y oscuro pecado. Me sentí mala, fea, sucia e incomprendida. Al decodificar los gestos del padre Humberto, mamá gritó mi nombre de tal manera que los loros que anidaban en los eucaliptos detrás de la iglesia remontaron vuelo alborotados emitiendo chillidos de horror, y mi rayuela imaginaria se esfumó en un segundo y quedó transformada en puras baldosas. Su mirada mientras se iba acercando a mí, paso a paso, me asustó. Sentí una leve descarga eléctrica en la parte superior de la cabeza que sentía cada vez que mamá descubría alguna de mis travesuras.

“Qué te creés que estás haciendo, asquerosa” dijo. Y me agarró del brazo con violencia, se despidió del cura conmigo colgando de la axila y me arrastró hasta el auto repitiendo: “Qué vergüenza, por dios, qué vergüenza”
Una vez adentro del auto mamá amasó el volante con fuerza y respiró hondo sin mirarme. Después de una breve pausa en la que yo trataba de imaginar qué era lo terrible que había hecho, empezó a hablar. A decirme que no me podía rascar de esa manera frente a la gente, que eso formaba parte de nuestra intimidad, que una cosa es rascarse un brazo o una oreja y otra muy distinta era rascarse, rascarse…y aquí mi madre hizo otra pausa, como cuando me estaba contando algo e interrumpía para buscar las llaves del auto en el fondo de su cartera..."rascarse... las partes", completó…”

¿Las partes? ¿Qué partes, mamá? Y ahí mi mamá se despachó con toda una explicación sobre las partes mostrables, las inmostrables, las rascables y las que no, el pudor, las buenas costumbres, los olores y el qué dirán.
De todo lo que dijo lo que más me confundió fue lo del "qué dirán" y lo único que me quedó más o menos claro fue que rascarse la cola en público era algo espantoso y absolutamente inaceptable
Ese día, frente a la parroquia de San José aprendí que el cuerpo, como todo en este mundo, tiene partes buenas y malas. Si hubiese nacido perro me podría lamer la cola y olérsela a mis amigos sin una madre que me acuse de asquerosa!

PARA VELAR BIEN A MAMÁ


Tenía nueve años y estaba en la cocina completando mi tarea con la ayuda del Manual del Alumno Bonaerense. Mamá me preguntó cuánto me faltaba y me pidió que no dejara rulitos de goma de borrar, ni las virutas de los lápices de colores sobre la mesa. “Cuando termines limpiá todo y vení a mi cuarto que te tengo que decir algo”
Yo disfrutaba haciendo los deberes. Mientras pintaba los dibujos en mi cuaderno Lancero, paseaba la lengua de un lado al otro de mi labio inferior, canturreaba canciones de la Novicia Rebelde y perdía la noción del tiempo. Uno a uno pintaba los trajes de los granaderos con un lápiz color azul ultramar. Lo hacía con dedicación, trazos parejos, perfectos, casi obsesivos. Después de repasar por última vez el pretérito pluscuamperfecto del verbo correr, pasé el escobillón, el trapo de rejilla por el hule estampado y guardé la cartuchera, los cuadernos y el manual dentro de mi valija de cuero marrón. Antes de cerrar las hebillas, la olía inspirando profundo en su interior con los ojos cerrados. Es que ese olor, aunque dulzón y algo deprimente, mezcla de crayón, recortes de la revista Anteojito, libro de texto y basura de sacapuntas, me hacía sentir bien. No sé porqué. Después, me subí a los patines de frazada escocesa que me esperaban en el límite entre los mosaicos y el parquet de roble americano, y jugando a ser una patinadora profesional, crucé el comedor y el living para así llegar al cuarto de mamá, ahora canturreando, Chim chim cher-ee, otra de mis canciones preferidas, en este caso de Mary Poppins. Ella estaba leyendo el Readers Digest recostada sobre la cama, la colcha Pallette blanca replegada sobre sus pies, porque había empezado a hacer frío, y los anteojos con marcos de carey apoyados a mitad de la nariz.

Primera parte

UN TAL ROQUE FELER

Al parecer yo no dimensionaba el valor del dinero. Mucho menos imaginaba lo mucho que costaba ganarlo. Esto enfurecía a mi madre y cuando podía me daba un sermón que incluía frases como: la plata no brota de los árboles, cómo se nota que tu única preocupación es que te queden parejas las dos colitas y saltar bien al elástico....Y toda vez que yo pretendía que me comprara algo que ella consideraba un gasto innecesario o demasiado caro para nuestro presupuesto, me decía:

Vos creés yo soy Roque Feler, mijita?
Dentro de la lista que el tal Roque Feler podía afrontar y nosotros no, mamá incluía:
La revistas Billiken y Anteojito, las galletitas manón, las figuritas con brillantina, los chupetines Topolino, los helados Noel, las lapiceras con luz, el Ludomatic y el cerebro mágico.



En memoria de John Davison Rockefeller.
El multimillonario con quien mi madre me atromentara en la niñez.

DIOS SI ME ESTÁS ESCUCHANDO MOVÉ LA LÁMPARA

De un día para otro pasé de ser una niña común y silvestre a ser una niña católica. Así por lo menos lo tengo registrado en mi memoria. Como si un lunes me hubiese dedicado a fabricar papel picado, a saltar a la soga, a ver pasar las nubes tirada panza arriba sobre el pasto y al día siguiente me hubiese convertido en alguien diferente. Alguien que pensaba que esas nubes, los bichos canasto, el verdulero y, ella misma, habían sido todos creados por un dios.

La idea de dios la entendí enseguida. Había alguien que sabía hacer hormigas y ese alguien no era humano. Los humanos podíamos fabricar bidets, teléfonos, panderetas y aviones, pero ningún humano tenía la capacidad de crear vida de la nada. Y aunque a mi igualmente me parecía que los que habían inventado la televisión y el teléfono eran casi dioses, la idea de un ser capaz de crear todo el universo empezó a fascinarme. Tanto que pensar en él se transformó en mi pasatiempo preferido.
Una de las cosas que más me divertía, era clasificar y hacer comparaciones entre sus creaciones. Dios había creado a los tábanos y a la luna, a Cleopatra y a mi tío Cacho, a Doris Day y a mí.
Otra cosa muy conveniente acerca de dios es que le podías pedir cualquier cosa. Al menos eso entendí yo. Lo primero que le pedí fue que cambiara el color de mis ojos. Siempre pensé que haber venido al mundo con un par de ojos marrones había sido un error. Yo había nacido para tener ojos verdes....

FRASCO DE AHORRO

Ahorrar es esconder plata sin que se entere tu padre. Textuales palabras de mi madre.


Mis ideas de administración y finanzas las aprendí todas de la mano de mamá. Ella decía frases como ésta: "Cría cuervos y te comerán los ojos".

Mamá tenía tres hijos. Dos cuervos y yo.

Ella nunca me explicó lo que era una caja de ahorro. Tampoco me llevó una mañana a una visita guiada al Banco Nación. Una noche mamá me guió hasta el fondo del jardín. En una mano llevaba una linterna Eveready colorada, en la otra, un frasco de café Dolca con diez mil dólares prolijamente enrollados en su interior. Mamá cavó un pozo cinco pasos a la izquierda de un azarero. Y allí enterramos el frasco envuelto en una bolsa de plástico negro amordazada con cinta scotch..
Así fue que recibí mi primer lección de ahorro. Se ve que yo era otra clase de pájaro. .

MAMÁ Y EL DICCIONARIO NO SABÍAN NADA DE NADA



Le dije como mil veces a mamá que no le había pedido nacer. Se lo gritaba cuando me sacudía por jugar demasiado con las borlas de los almohadones. O cuando me retaba por dejar una estela de migas de pan de centeno en el pasillo, o por arrancar las flores del cerco de bignonias. Nadie sabía que corría a esconderme para olerlas en un intento por trasponer nuestras diferencias.
Ella, flor. De cáliz acampanado y hojas con
folíolos oblongos, aserrados, pubescentes, al menos en el nervio medio del envés. Flor, de inflorescencias en panículas terminales, en los tallos nuevos. Flor, de corola tubular, amarillenta en su interior, con el tubo de color anaranjado pálido y el limbo escarlata.
Yo, niña. Según el diccionario de la Real Academia Española, apenas un ser que está en la niñez, que tiene pocos años, poca experiencia. Y eso, comparado con la descripción de la
bignonia, es la confesión aterradora de que acerca de mí, no sabían nada en absoluto.

UNA NIÑA MUY NORMAL (1)


Tuve una infancia bastante rara. En casa había una televisión Atma y una plancha Siam di Tella. Nunca viajábamos en taxi, pero de haberlo hecho, supongo que la marca del auto hubiera sido Eslabón de Lujo. No teníamos secador de pelo por lo que en invierno secaba mi larga melena rubia con el calor de la chimenea. Un día de junio el fuego chisporroteó más de la cuenta y me prendí fuego. Me apagaron con el agua de un florero chino y un vaso de Paso de los Toros.
Mi madre alegaba ser vegetariana. Aunque comía milanesas de peceto porque decía que la carne disfrazada no le daba impresión. En verano nunca accedían a comprarme helados. Yo insistía. Me trepaba al portón del frente de la casa a esperar el pedaleo cansino del heladero y su agónico cantito: “Helado, helado. Helados Noel, helados". Apenas lo detectaba a lo lejos, salía corriendo para localizar a mi mamá. Generalmente estaba en su cuarto leyendo el Reader´s Digest. Me ubicaba debajo de su ventana, al lado del azarero, y le daba una serenata: “Helado, helado. Helados Noel, helados”. Ella escuchaba hasta el final para luego decir: “No hinchés más, querés. Ya te dije que no”. Y me mandaba a hacer tortitas de barro mezcladas con las zanahorias mustias del cajón de las verduras. Pero un buen día ocurrió un milagro. Cuando estaba por cumplir ocho años me caí del tobogán más alto del colegio y me torcí la pierna derecha. Rengueaba. Mis padres dijeron que era una teatrera. Que Greta Garbo, al lado mío, era un poroto. Que si Fellini venía a la Argentina, tal cosa, que si Andrea del Boca necesitaba un reemplazo, tal otra. Al día siguiente mi pierna había triplicado su tamaño. Se parecía a la del muñeco de la publicidad de los neumáticos Michelín. Las comparaciones enmudecieron. Me llevaron al hospital y después de algunas radiografías el médico diagnosticó una fractura doble. Tibia y peroné. Me fabricaron una bota de yeso sobre la que el traumatólogo escribió: "Para la nena más linda, del Doctor Noel". Milagrosa coincidencia. Ese día me compraron un helado de dos pisos de vainilla y chocolate.



viernes, 23 de julio de 2010

¿SERÍA MI MADRE?

De chica me preguntaba si esa mujer depilándose el bozo en el baño era mi madre. Supongo que todo niño alguna vez tuvo sospechas acerca de su origen. Las mías eran múltiples por múltiples motivos. Mamá detestaba que los pájaros la despertaran, que los perros babearan y que las vacas dijeran mu. Yo en cambio me sentía la reencarnación de San Francisco de Asís. Mamá creía que los extraterrestres eran puras estupideces. Yo intentaba comunicarme con ellos dos veces por semana. Mamá pensaba que esconder las galletitas, el cable de la tele y contar las milanesas frías que habían quedado en la heladera, era un plan de economía doméstica. Yo que era puro abuso de poder. Yo amaba la lectura, saber de dónde se extraía el jade y hacia dónde emigraban las golondrinas. Mamá lo único que terminó de leer fue Platero y Yo, tres artículos del Readers Digest y su máximo interés era ganar el Prode. Yo aprendía a hacer voulavents viendo Buenas Tardes Mucho Gusto. Mamá bufaba cuando tenía que hacer los huevos duros para los pic-nics.
Ella, grandes ojos del color del tiempo. Yo, ojos marrón zapato de colegio. Ella, pelo rubio ceniza llovido. Yo, pelo castaño rojizo voluble. Ella, odiaba el pollo. Yo, le pedía a Papá Noel que me dejara uno al espiedo al pie del arbolito.
¿Habrá sido mi madre?