Cuando era chica una de mis especialidades era llamar la atención. Mi repertorio de ideas, escenas y artimañas para lograrlo, era muy variado. A los siete años preparaba shows para entretener a los invitados mientras éstos disfrutaban de sus gin tonics, sus Jockey Club Rubios, las aceitunas verdes y las papas pay. El ritmo elegido: el chotis madrileño. Vestía enaguas con nudos en los breteles, portaligas, labios desprolijamente pintados con un rouge rojo furioso, tacos con algodones en las puntas, pelo recogido con clips y un paraguas negro. Mi baile, de dudoso gusto, no dejaba de ser una genialidad. Improvisación pura que incluía guiños de ojos, zarandeo de caderas, pataditas alrededor del paraguas y un desparpajo desgarrador. Aplausos rabiosos al final del baile, carcajadas, augurios de una próspera carrera artística. Algunos asistentes me comparaban con Liza Minelli, Isadora Duncan y Shirley Temple, otros lanzaban ofrecimientos al aire para ser los representantes de la talentosa criatura. Una crueldad. Ya que yo creía cada una de sus palabras con una fé exagerada. Y días más tarde le preguntaba a mi madre cuándo empezaba mi carrera de estrella del "baile espontáneo" de estas latitudes y ella contestaba: Qué? te lo creíste, tontita?
Y sí. Yo me lo había creído.
Hoy este recuerdo entre amargo y tierno me acompaña. Una vez al año lo desempolvo y lo revivo mientras le paso una franela a los viejos discos de mi niñez.
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