sábado, 24 de julio de 2010

MAMÁ Y EL DICCIONARIO NO SABÍAN NADA DE NADA



Le dije como mil veces a mamá que no le había pedido nacer. Se lo gritaba cuando me sacudía por jugar demasiado con las borlas de los almohadones. O cuando me retaba por dejar una estela de migas de pan de centeno en el pasillo, o por arrancar las flores del cerco de bignonias. Nadie sabía que corría a esconderme para olerlas en un intento por trasponer nuestras diferencias.
Ella, flor. De cáliz acampanado y hojas con
folíolos oblongos, aserrados, pubescentes, al menos en el nervio medio del envés. Flor, de inflorescencias en panículas terminales, en los tallos nuevos. Flor, de corola tubular, amarillenta en su interior, con el tubo de color anaranjado pálido y el limbo escarlata.
Yo, niña. Según el diccionario de la Real Academia Española, apenas un ser que está en la niñez, que tiene pocos años, poca experiencia. Y eso, comparado con la descripción de la
bignonia, es la confesión aterradora de que acerca de mí, no sabían nada en absoluto.

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