Las formas más extremas que recuerdo para lograr que mis padres posaran su atención en mí, son las asociadas con la inmolación. Desde el intento de saltar al vacío desde el techo de la casita de herramientas, hasta la amenaza de tomar un brebaje venenoso preparado con shampoo de algas, vinagre blanco y mayonesa. En caso de emergencia llevaba el oscurísimo frasquito con la mezcla letal escondido entre la ropa. O sea en caso de que mis padres o hermanos mayores, me empujaran al suicidio. Había etiquetado el misterioso frasco con una calavera dibujada con el grueso trazo de un marcador negro sylvapen.
Un día, después de ofenderme por un reto injusto y a mi parecer desproporcionado, decidí morir de inanición. Quería que me encontraran muerta y abrazada a Lola, mi muñeca.
Dejé pasar el almuerzo de fideos moñito con salsa y queso rallado; el té con tostadas de pan francés manteca y mermelada de ciruela La Campagnola. Pero horas más tarde mi voluntad se vió quebrantada frente a una porción de colita de cuadril al horno, mechada con ajito y perejil y un puré de papas con nuez moscada y mucha manteca.
Desde ese día y para siempre, la huelga de hambre fue tachada de mi lista de métodos para llamar la atención.
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