lunes, 25 de octubre de 2010

MAMÁ, CREO QUE YO TAMBIÉN SOY FRONTERIZA.

Un día mientras armaba palabras con los fideos de mi sopa de letras, entendí cuál era mi problema. Yo no era inteligente. Nadie me lo decía pero yo lo venía sospechando y me hacía la boba. Los problemas de regla tres simple, me costaban por demás, las fracciones eran un tormento y los ángulos para mí eran física cuántica. 
Cara de atrasada, no tenía, no. Aunque para cerciorarme cada tanto iba a chequear al baño grande en caso de que algo hubiese empezado a manifestarse. Allí el espejo era más amplio y me permitía escudriñarme desde todos los ángulos posibles. Mi perfil izquierdo era normal y bastante lindo. Pero el derecho me hacía dudar. Mi boca era enorme, trompuda y mis comisuras se derretían a los costados como una vela al sol. Mi tamaño en general era otro elemento de duda. Había crecido desmesuradamente. Un metro setenta y dos a los trece. No sé porqué tenía la idea de que crecer de manera desproporcionada estaba relacionado con algún tipo de retraso mental. Tal vez porque de los altos a destiempo se esperan ciertas proezas intelectuales y no andar escribiendo palabritas al costado de los platos de sopa!
Cuántos años tiene la nena? Le preguntaban a mamá en mi presencia. Trece, contestaba mi madre.
Uy, que grandota, decía un día el verdulero, otro el ferretero, otro día el mecánico y otro esa gordita con bigotes y olor a talco que jugaba al buraco con mamá. 
Grandota. Grandota.
Por cómo lo decían y de tanto subrayarlo deduje que la palabra tenía algún tipo de connotación. Si bien grandota era un término con el que me topaba a cada paso, la palabra fronterizo, en cambio, la escuche por primera vez en una conversación que mantenían mamá y su amiga Nenu a la hora del té .
- Viste, pobre Titina? Parece que, Julito, el menor… era fronterizo, no más.
- Fronterizo?. No te lo puedo ceer, se espantaba mi madre.
- Y qué quiere decir fronterizo?, pregunté yo
-Ay...¿viste esos chiquitos que de cara son bastante normales pero a los que les cuesta todo un poco?  me explicaba Nenu.
- Como que son grandes de cuerpo pero mentalmente son como chiquitos?
Y mamá completó.
- Son como un pancito que sacás del horno antes de tiempo. A esos chiquitos … también les falta una horneada.
Mmmm…eso me hizo pensar. Y aunque yo había nacido en la semana cuarenta dos del embarazo, pesaba cuatro kilos doscientos y comía a troche y moche, temí que mi problema neurológico entonces se hubiese originado no por falta de horno... sino por exceso de cocción!
Y sí. Todo este tema del hijo de Titina me generó una gran confusión y luego la terrible sospecha de que, aunque no diagnosticado aún por pediatras, ni detectado por mis padres, era bastante probable que yo fuese otro caso de fronterismo indetectado.
Es que mamá en casa calificaba a todos a diestra y siniestra. Pero justo, a mí, no. Y eso era bastante sospechoso. Este es un zanguango, aquel es un sibarita, la de más allá es una chusma, el de más acá es un pollerudo, el marido de tal es brillante y el de la otra un reverendo estúpido...Pero nunca hubo un adjetivo calificativo que me orientara para saber que pensaba mamá de mí. Nunca supe cómo me veía, dónde encajaba o qué le producía. Yo para mamá no era ni buena, ni mala, ni insoportable, ni linda, ni graciosa, ni nada. Y si no encajaba en el extremo del desastre,  ni el extremo de la brillantez,  concluí que estaba ubicada entre las fronteras de esas dos calificaciones. Deduje que yo era, ni más ni menos que, una niña fronteriza.
Lo que más me sorprendía era que nadie se diera cuenta. Ni mis amigas, ni mis maestros.
Fue así que descubrí que aunque no hubiese adjetivo calificativo que me describiese era innegable que poseía una notable habilidad. La de hacerme pasar por una chica inteligente.

sábado, 18 de septiembre de 2010

YO NO CREO QUE MAMÁ NO ME QUISIERA

Yo no creo que mamá no me quisiera. Creo algo aún peor.

Yo creo que mamá quería que yo fuese, otra.
Que fuese ella, tal vez. Que me pintara los ojos con sombra color celeste, que me pusiera tacos, que usara más escotes.
Que caminara derecha. Que tuviese éxito con los chicos.
Esto último era de lo más contradictorio con los mensajes encubiertos que lanzaba a lo largo del día.
Mensajes que lejos de ser subliminales eran tan directos como una bombita de carnaval impactando contra mi espalda.
Empezaba por el respeto. Mientras juntas acomodábamos la compra del almacén en los armarios de la cocina, me decía. Que el respeto para una mujer es algo muy importante. Que cuando empezara a salir con chicos ya me iba a dar cuenta. Que tenía que hacerme respetar desde el principio. Que el respeto no se pide, se impone. Por eso era primordial que no me dejara tocar. Y sobre esto se extendió bastante y de una manera muy confusa. Dijo que jamás permitiera que me desabrochasen ni un solo botón de la camisa o que mejor...no me pusiera camisa. Que la pureza era algo muy valioso que debía preservar hasta que me casara y por último…que no la hiciera quedar mal.
“¿Qué es la pureza, mamá?”
“¿Cómo que es la pureza?. No te hagas la tonta. La pureza, la pureza. La nieve blanca, el agua de un manantial, el aire sin humo. Todo eso es puro porque nadie los ensucia, nadie los toca”
Así fue que recibí mi primer lección: Yo debía ser como la nieve, el agua del manantial y no debía fumar.
Creo entender a la distancia que mamá tenía miedo. A toda costa quería que me esforzara en ser atractiva, si. Pero a la vez que llegase a convertirme en algo deseable la asustaba en demasía. No confiaba en que pudiese desempeñarme en ese terreno supongo.
Entonces después de impulsarme a que me viera bonita, daba marcha atrás y me inculcaba que lo mejor del mundo era ser linda e intocable. Todo me resultaba muy penoso y sumado a las extrañas transformaciones físicas que iba experimentando, empecé a sentir miedo de ser grande. Y a pensar que jamás iba a parar de mutar. Me sentía como un plato que  al caer de la mesada al piso, empieza a girar y a girar, y en cada giro, muta en taza, sopera, tetera, fuente y así sigue mutando y nunca se detiene. A mi en cada giro me brotaban pelos en lugares impensados y de textura desconocida. Mis pies se estiraban y rompían las costuras de mis zapatos canadienses, mi nariz se hinchaba y tomaba la forma de un ciruela, mi pechos se agrandaban como bollos en el horno. Todo en mí crecía hacia adelante. Hacia un futuro oscuro y de mucha angustia en el que los representantes del sexo opuesto eran los reductores de cabezas de la isla de mi naufragio. Ellos  querrían tocarme, hacerme muy infeliz para luego devolverme transformada en algo feo, usado y repudiable.  Me convertiría en una velita de cumpleaños usada, una bombacha con agujeros, una toalla rasposa y dura con quien ya nadie querría volver a interactuar.
"Y no, chiquita. Nadie quiere a una mujer de segunda mano. Vos hacé lo que te digo y te va a ir bien ahí afuera".
Ahí afuera
Mamá y los habitantes de su mundo se preocupaban mucho por el ahí afuera. Al ahí afuera creo que ellos le decían: el qué dirán. Para ellos mucho más importante que la opinión que uno tenía de sí mismo era lo que los demás pensaban acerca de nosotros.
Sobre esta creencia fue que mamá empezó a intentar enseñarme a encajar. Sobre los cimientos de esa creencia es que debía construir mi propia maqueta en la que sería aceptada por mis pares para que jamás sintiese el desarraigo de pensar, sentir y actuar por mí propia cuenta.
A veces me transmitía las lecciones con frases incompletas, otras con arqueos de cejas, revoleos de ojos o mohines incomprensibles. Pilas de intenciones disfrazadas de cuidado, sentido común y respeto por la intimidad que yo debía decodificar como podía. ¿Y todo para qué? Para preservar mi honor y el honor de la familia, supongo.
Y lo consiguió.
Salí acomplejada y bastante confundida, que como método anticonceptivo resultó ser mucho más efectivo que el que proponía mi madre.
Mis complejos llegaron a ser tan intrincados que empecé a creer ciertas cosas. A creer que tenía más que ver con el reino vegetal que con el animal. Y por tanto aprendí a desarrollar ciertos mecanismos de defensa infranqueables, como actitudes en forma de espinas, miradas venenosas y una mente excretadora de frases y pensamientos mal olientes. Mis confusiones y mis miedos me tornaron una maleza enmarañada con un sentido del humor ácido y poco atractivo para los chicos que intentaban acercarse a más de un metro de distancia.  
Mi primer beso lo di a los dieciocho años después de practicar algún tiempo con una naranja de ombligo. Yo  lo quería, pero él no era del agrado de mi madre. No le gustaban las palabras que usaba y le parecía narigón. Igual lo besé. No fue una experiencia placentera. Me sentí sucia y ambigua. Mamá jamás se enteró que ya había perdido mi nieve blanca, mi aire sin humo y que mi manantial había sido corrompido con un poco de saliva. Sólo sabía de mis intenciones de vivir sola alejada de los de mi especie en una montaña como la de Heidi y eso le daba una infinita tranquilidad aunque disimulaba y me contradecía debilmente con un: “Mirá las pavadas que decís, chiquita. Mirá si te vas a vivir sola a una montaña”
Yo se que en secreto mamá hubiese querido que huyese hacia aquella montaña. O  que viviese debajo de una campana para queso protegida del hostil mundo que me esperaba allí afuera. Lo que ella jamás supo es que a mí, quien me parecía hostil...era ella.

viernes, 10 de septiembre de 2010

LOS FAVORES DE MAMÁ

Mamá siempre me pedía que hiciera cosas. Por lo general eran cosas raras. Como unos complejos rituales de limpieza, que por extraño que parezca, yo seguía al pie de la letra y sin anteponer ninguna objeción. Uno era frotar las canillas de bronce con virulana y Pulloil. Cada vez que me lavaba las manos debía secar y frotar las cañerías hasta que brillaran. Y el desagüe de la bañadera al terminar mi baño de inmersión. Otro era usar patines de frazada para no rayar el piso con las suelas Vibram de mis zapatos del colegio. Debía repasar los zócalos de mi cuarto con una franela, untarle Polycera color caoba a los muebles del comedor, para después sacarles brillo con nuestra vetusta lustradora Electrolux. Otras veces me pedía la ayudara a sacar el moho de las juntas de las baldosas de la cocina y de los azulejos del baño con un cepillo de alambre. O cuando me pedía que la ayudara a llevar la alfombra del living al jardín y juntas lavábamos ese socotroco de lana verde de tres metros por dos de ancho, con una manguera y jabón blanco sobre el pasto.
Mamá también me pedía otro tipo de favores, claramente más egoístas. Como cuando me explicó que si durante la noche me subía la fiebre, a quien debía despertar era a papá. O cuando silbando” la farolera tropezó” con insistencia, desde su tibia cama en pleno invierno, interrumpía mis sueños para que le llevara un paquete de Duquesas y un vaso de agua con hielo. Pero lo que mamá realmente me pedía con mayor frecuencia, era que guardara secretos. Mamá y yo teníamos muchísimos secretos. Nadie, excepto nosotras dos sabía, que enterrado en el jardín, debajo de la hiedra, a cinco pasos a la izquierda del azarero, había un frasco de café Dolca con un rollo de diez mil dólares adentro. Ese era uno de los secretos estables. El otro, que detrás del gran cuadro de cacería inglés, que decoraba la chimenea, había un sobre vía aérea con los datos de una cuenta bancaria amordazado con cinta scotch. Huir a toda velocidad de un policía de tránsito que nos perseguía zigzagueante sobre su motocicleta, o dar una vuelta en U en plena avenida, era la clase de secretos que surgían cuando mamá rompía las reglas impuestas por el municipio, cosa que hacía con esmero y prolija asiduidad.
Mamá tenía un don muy especial, que consistía en pedirme con total y absoluta naturalidad... la mayor y absoluta anormalidad. Y así es como me pedía estos extraños favores. Como al pasar. Como quien pregunta ...“¿a vos el pastel de papas, te gusta con o sin pasas de uvas?” Tal vez por eso sea que yo los tomaba así también. Y entonces sus pedidos, incluso el que anotase instrucciones precisas para organizar su velorio... a mí me parecía que era algo que hacían todas las madres.

domingo, 5 de septiembre de 2010

LAS FIACAS DE MAMÁ 1

PUEDO IR A JUGAR A LA CASA DE, MAMÁ?

ENERO DEL 74.
Las chicharras cantan a lo loco. Temperatura: 31 grados. Mamá toma sol untada con Sapolán Ferrini. Ella está de color milanesa quemada. Yo, color verde y aburrida
- Mamá?
- Ay, qué querés? Estaba dormida.
- Puedo ir a jugar a la casa de Julia?
- ¿La que vive cerca de la Panamericana? Bueno.
   Decile que te venga a buscar.
- Pero mamá, ella me invitó, cómo le voy a pedir que
  me venga a buscar...
- Pidéndole, chiquita, pidiéndole.
- Pero... no me podés llevar vos?
- ¿A vos qué te parece?
- Que no.
- Bueno, entonces?
- Y le puedo decir que ella venga a casa?
- No, ella te invitó a vos. No inventes cosas raras, 
  chiquita.
- Pero...
- Ay, basta. Andá a hacer algo, no se... porqué no limpiás la
  heladera?  
- Pero eso no me divierte.
- Ah, y a mí sí, no?
  Bueno. Invitá a la chiquita de enfrente, entonces.
- La chiquita de enfrente tiene cinco años, mamá.
- Y qué importa. O vení a tomar sol un rato.

Me estaba yendo cabizbaja y con muchas ganas de llorar. Mamá volvió a la carga.
- Y porqué no hacés unos scons  para el té ya que estás
  tan aburrida.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Y SI NO DESCENDÍA DE MAMÁ...DE DÓNDE DESCENDÍA YO?

Las diferencias entre mamá y yo durante mi adolescencia se hicieron tan visibles como mis granos. Y entre los catorce y los dieciséis años llegué a tener serias dudas acerca de mi origen. Cualquiera hubiera pensado cosas al estilo de…soy adoptada o me deben haber dejado adentro de en una canasta en la puerta…pero no. Además, si me hubiesen dejado en la puerta  mamá seguro que hubiese agarrado la canasta y la hubiese llevado hasta lo Marta, nuestra indeseable vecina. Yo supuse otra cosa, algo más descabellada. Supuse que era de otro planeta. Sí. Así de estúpido como suena.
Por las noches me paraba en medio del jardín con los brazos extendidos y los ojos entrecerrados... intentando establecer alguna comunicación con mis verdaderos progenitores: los extraterrestres. No encontraba ninguna otra explicación a las insalvables diferencias entre mamá y yo.
¿Cómo era posible? Si ésta era mi madre y me trataba como a un ser de otra especie, la única respuesta entonces era que yo efectivamente pertenecía a otra especie. Y, como en el cuento infantil del patito feo, todo el malestar por mí padecido hasta el momento, se debía a un simple aunque espeluznante...error. También podía ser que fuera producto de algún extraño experimento o quizás un método para imponerme alguna clase de penitencia. Por eso  estos seres habían decidido depositarme en este bendito planeta y, de todas las madres, habían elegido a ésta a modo de castigo.
Al menos dos veces por semana repetía el rito en el medio del jardín. Brazos extendidos y ojos entrecerrados. Palabras de contacto que no recuerdo, pero que supongo imitarían a la famosa frase...Mork llamando a Ork, de la serie televisiva Mork y Mindy!
Lo cierto es que mis parientes extra planetarios  nunca vinieron a buscarme. Yo les pedía perdón por las dudas. Por cualquier daño o situación que por mi culpa se hubiese suscitado.
Hasta el día de hoy no he recibido respuesta alguna de ningún planeta aledaño.  
Por lo que mamá sigue siendo mi origen  y la sensación de extrañeza, aún perdura.


lunes, 30 de agosto de 2010

LOS COLORES SEGÚN MAMÁ

Mamá no conocía los colores. Al menos no usaba los nombres que aparecían en mi caja de lápices marca Faber Castells para nombrarlos.
Rojo, amarillo, verde, azul, rosa, celeste. No. Ella tenía un vestido color herrumbre y un pañuelo de gasa color azafrán.
Alcanzame la pollera color chocolate rallado, no me gustan las bufandas color heliotropo. Mamá me contaba que a una amiga de su infancia le brillaba el color ladrillo. Que su prima hermana Lourdes odiaba el color laurel y que aún así su novio le rogaba se pusiera esa blusa color aceituna.
Malva, celeste bandera, té de Ceylon, magnolia, acero, yema de huevo, petunia, cemento fresco.
Mi madre tenía los ojos del color del tiempo.
Gracias a mamá yo hoy sobre la mesa no despliego un mantel verde. Despliego un mantel color pistacho.

ARREGLAR A MAMÁ

A los nueve años mamá me decía cosas como ésta.
Que el día que ella muriese
me iba tocar encargarme de ciertas cosas.
Papá y los varones arreglarían lo del entierro, y yo,
de que ella en el velorio se viera... linda!
Sí. Por ser la menor y la única mujer,
en la repartija de deberes filiales el día de su velorio,
me había tocado la espeluznante tarea de...
"arreglar" a mamá!
Antes de que llegara la gente a contemplarla, yo debería seguir una serie de pasos. Primero, me encargaría de que le pusieran el camisón blanco con cuellito de encaje. En segundo lugar debía ocuparme de su peinado. Ponerle el rulero mas chiquito de la bolsa de los ruleros en el flequillo. Batirle después el pelo con el peinecito de cola, inclinando el peinado hacia un costado, preferentemente hacia la derecha. Además debía rociarlo todo con spray en caso de que alguna corriente de aire entrara al cuarto y pudiera despeinarla. Más tarde procedería a pintarle las uñas con el esmalte Wild Rose de Revlon. Mientras sus uñas se secaban le aplicaría un poco de base suave de Mary Kay, algo de rubor en las mejillas, el más claro de todos y sobre los labios el rouge Pale Peach de Helena Rubinstein. Pero para los ojos...nada de sombras. Era inadecuado.


Las sábanas elegidas para el evento estaban en el segundo estante del placard del pasillo. El juego de motitas que había comprado durante algún verano, en Florianópolis. Debía armar la cama, con esmero, cuidando de que no quedaran arrugas sobre la superficie. Armaría unos ramitos silvestres juntando flores del jardín que luego colocaría en cada esquina de la cama. Después con ayuda de alguien debería acomodarla como sentada sobre las dos almohadas de plumas, como para que pareciera dormida sobre el lecho que en vida compartiera con mi padre.


Es una buena noticia que para cuando mamá murió, yo ya no era una niña.
Las extrañas circunstancias de su muerte, además, se interpusieron en sus deseos.
Nunca llegué a ver su cuerpo quieto. Jamás pude cumplir sus detallados pedidos.
Pero aún así en mi mente...cada vez que cierro los ojos antes de dormirme... puedo verla.
Muerta y linda como ella hubiese querido.