sábado, 18 de septiembre de 2010

YO NO CREO QUE MAMÁ NO ME QUISIERA

Yo no creo que mamá no me quisiera. Creo algo aún peor.

Yo creo que mamá quería que yo fuese, otra.
Que fuese ella, tal vez. Que me pintara los ojos con sombra color celeste, que me pusiera tacos, que usara más escotes.
Que caminara derecha. Que tuviese éxito con los chicos.
Esto último era de lo más contradictorio con los mensajes encubiertos que lanzaba a lo largo del día.
Mensajes que lejos de ser subliminales eran tan directos como una bombita de carnaval impactando contra mi espalda.
Empezaba por el respeto. Mientras juntas acomodábamos la compra del almacén en los armarios de la cocina, me decía. Que el respeto para una mujer es algo muy importante. Que cuando empezara a salir con chicos ya me iba a dar cuenta. Que tenía que hacerme respetar desde el principio. Que el respeto no se pide, se impone. Por eso era primordial que no me dejara tocar. Y sobre esto se extendió bastante y de una manera muy confusa. Dijo que jamás permitiera que me desabrochasen ni un solo botón de la camisa o que mejor...no me pusiera camisa. Que la pureza era algo muy valioso que debía preservar hasta que me casara y por último…que no la hiciera quedar mal.
“¿Qué es la pureza, mamá?”
“¿Cómo que es la pureza?. No te hagas la tonta. La pureza, la pureza. La nieve blanca, el agua de un manantial, el aire sin humo. Todo eso es puro porque nadie los ensucia, nadie los toca”
Así fue que recibí mi primer lección: Yo debía ser como la nieve, el agua del manantial y no debía fumar.
Creo entender a la distancia que mamá tenía miedo. A toda costa quería que me esforzara en ser atractiva, si. Pero a la vez que llegase a convertirme en algo deseable la asustaba en demasía. No confiaba en que pudiese desempeñarme en ese terreno supongo.
Entonces después de impulsarme a que me viera bonita, daba marcha atrás y me inculcaba que lo mejor del mundo era ser linda e intocable. Todo me resultaba muy penoso y sumado a las extrañas transformaciones físicas que iba experimentando, empecé a sentir miedo de ser grande. Y a pensar que jamás iba a parar de mutar. Me sentía como un plato que  al caer de la mesada al piso, empieza a girar y a girar, y en cada giro, muta en taza, sopera, tetera, fuente y así sigue mutando y nunca se detiene. A mi en cada giro me brotaban pelos en lugares impensados y de textura desconocida. Mis pies se estiraban y rompían las costuras de mis zapatos canadienses, mi nariz se hinchaba y tomaba la forma de un ciruela, mi pechos se agrandaban como bollos en el horno. Todo en mí crecía hacia adelante. Hacia un futuro oscuro y de mucha angustia en el que los representantes del sexo opuesto eran los reductores de cabezas de la isla de mi naufragio. Ellos  querrían tocarme, hacerme muy infeliz para luego devolverme transformada en algo feo, usado y repudiable.  Me convertiría en una velita de cumpleaños usada, una bombacha con agujeros, una toalla rasposa y dura con quien ya nadie querría volver a interactuar.
"Y no, chiquita. Nadie quiere a una mujer de segunda mano. Vos hacé lo que te digo y te va a ir bien ahí afuera".
Ahí afuera
Mamá y los habitantes de su mundo se preocupaban mucho por el ahí afuera. Al ahí afuera creo que ellos le decían: el qué dirán. Para ellos mucho más importante que la opinión que uno tenía de sí mismo era lo que los demás pensaban acerca de nosotros.
Sobre esta creencia fue que mamá empezó a intentar enseñarme a encajar. Sobre los cimientos de esa creencia es que debía construir mi propia maqueta en la que sería aceptada por mis pares para que jamás sintiese el desarraigo de pensar, sentir y actuar por mí propia cuenta.
A veces me transmitía las lecciones con frases incompletas, otras con arqueos de cejas, revoleos de ojos o mohines incomprensibles. Pilas de intenciones disfrazadas de cuidado, sentido común y respeto por la intimidad que yo debía decodificar como podía. ¿Y todo para qué? Para preservar mi honor y el honor de la familia, supongo.
Y lo consiguió.
Salí acomplejada y bastante confundida, que como método anticonceptivo resultó ser mucho más efectivo que el que proponía mi madre.
Mis complejos llegaron a ser tan intrincados que empecé a creer ciertas cosas. A creer que tenía más que ver con el reino vegetal que con el animal. Y por tanto aprendí a desarrollar ciertos mecanismos de defensa infranqueables, como actitudes en forma de espinas, miradas venenosas y una mente excretadora de frases y pensamientos mal olientes. Mis confusiones y mis miedos me tornaron una maleza enmarañada con un sentido del humor ácido y poco atractivo para los chicos que intentaban acercarse a más de un metro de distancia.  
Mi primer beso lo di a los dieciocho años después de practicar algún tiempo con una naranja de ombligo. Yo  lo quería, pero él no era del agrado de mi madre. No le gustaban las palabras que usaba y le parecía narigón. Igual lo besé. No fue una experiencia placentera. Me sentí sucia y ambigua. Mamá jamás se enteró que ya había perdido mi nieve blanca, mi aire sin humo y que mi manantial había sido corrompido con un poco de saliva. Sólo sabía de mis intenciones de vivir sola alejada de los de mi especie en una montaña como la de Heidi y eso le daba una infinita tranquilidad aunque disimulaba y me contradecía debilmente con un: “Mirá las pavadas que decís, chiquita. Mirá si te vas a vivir sola a una montaña”
Yo se que en secreto mamá hubiese querido que huyese hacia aquella montaña. O  que viviese debajo de una campana para queso protegida del hostil mundo que me esperaba allí afuera. Lo que ella jamás supo es que a mí, quien me parecía hostil...era ella.

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