Nunca me dijeron que no podía decir ciertas cosas. Decir que los pies inmundos eran inmundos. Decir que mi abuela dejaba los azulejos del baño impregnados de olor a cola.
Mi madre vigilaba mucho más mis acciones que mis pensamientos. No te comas los mocos, no metas los dedos adentro del puré, no hagas burbujas de baba, no chupes los botones del saco, no digas eso. Nunca me dijo que no pensara.
Pero yo además de pensar lo que pensaba necesitaba nombrar. Hablar de lo obvio, denunciar, decir. La fealdad, por ejemplo. Lo feo me aterraba y me atraía con la misma intensidad. Y quería compartirlo. Los cuerpos humanos y sus deformidades. Y mucho más que cualquier otra parte visible del cuerpo, los pies feos me provocaban arcadas. Y una especie de fascinación lindante con la tortura, debo reconocer. Bocas con dientes apilados, lenguas verdes y verrugas con pelos ocupaban el segundo lugar en esta clasificación nunca dicha o escrita. Estos eran pensamientos que claramente yo identificaba como inconfesables. Como si pensar fuese un oscuro crimen que yo sola sabía que había cometido.
Pensaba. Pensaba cosas acerca de la deformidad y la inmundicia. Pensamientos obscenos que, al no poder decir, iba guardando, uno a uno, sobre los estantes de un raro mueble de mi mente al que denominé la pensoteca.
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