viernes, 20 de agosto de 2010

CUANDO MAMÁ NO ESTABA

Antes de empezar me cercioraba de que la casa estuviera vacía. Después corría los muebles del comedor y entonces daba comienzo la práctica. La música en casa no ayudaba demasiado. En nuestro Ken Brown sonaba mucha Bossa Nova, Ray Conniff, algo de Nat King Cole y Frank Sinatra, pero nada de Rod Stewart o Peter Frampton. Entonces canturreaba. Entrecerraba los ojos para recordar la melodía y fruncía el seño para concentrarme y, sin perder el compás, poder hacer ambas cosas al mismo tiempo …if you want my Money and you think I´m sexy, come on sugar let me know… Y así iba puliendo el pasito de moda. Un rebotecito adelante y otro atrás, sacudiendo la cadera, pero nada exagerado. Y una vez alcanzado la cadencia y el ritmo deseados con todo el cuerpo, recién ahí introducía el bamboleo de brazos…She sits alone waiting for suggestions, he's so nervous avoiding all the questions...
Llegaba el sábado y sin importar cuán perfecto me hubiese salido el paso de baile nuevo el día anterior, ni si justo ese día tenía algo para estrenar...a último momento me acobardaba y decidía no ir. Y todo por mi pelo.
El pelo que me había tocado en suerte no era ni rizado, ni lacio, ni grueso ni finito, ni ondeado ni crespo. Mi pelo era todas esas posibilidades pero al mismo tiempo. Y no dudé en tomarlo como un castigo divino. Bastante me había costado aceptar que de todos en casa yo era la única que tenía ojos marrones; medir un metro setenta y tres cuando ningún posible candidato superaba el metro sesenta y cinco; calzar treinta y nueve desde los doce; tener boca grande y ser catalogada por mis tías abuelas como interesante en vez de linda...pero tener el pelo voluble? Eso ya era demasiado.
Qué le pasaba a mi pelo? Porqué actuaba así? Qué fuerza diabólica lo dominaba. Cuando el clima era seco se achataba, se electrizaba y se adhería a mis cachetes contundentes. Y en cuanto la humedad superaba el setenta por ciento, se encrespaba, se inflaba y enloquecía. Y mi flequillo se rebelaba aún más formando dos rulos con forma de cuerno sobre mis sienes dándome un aspecto indeseable de querubín gigante. No tardé mucho en aprender algunos trucos que, aunque tortuosos, mantenían mi pelo indomable bajo control. Esto me proporcionaba la confianza necesaria para ir a las fiestas y enfrentar al sexo opuesto.
Después del “querés bailar” los examinaba de reojo. Ni lindos ni feos eran los chicos que me elegían. Pero aceptaba. Yo me concentraba en reproducir los pasitos que había practicado durante la semana dándole la espalda. Prefería controlar el contorno de mi cabeza que se reflejaba en el panel de vidrio del ventanal que tenía a mis espaldas que comprobar si el chico tenía lindos ojo. La noche prometía. El pasito me salía a la perfección, la dieta de la manzana verde había dado resultado, mi pelo se mantenía en su lugar... Y los temas que pasaban eran mis preferidos: Fleetwood Mac, Gloria Gaynor, Stevie Wonder. Pero el bailar me hacía transpirar a rolete. Y a él también. El calor se hacía insoportable. Yo evitaba establecer contacto visual para que no me lo pidiera. El rebotecito adelante y atrás, siempre mirando a un costado y al otro. Y de pronto lo inevitable. Un golpecito en el hombro y la fatídica propuesta: "Che, vamos afuera a tomar algo” Y ahí empezaba mi pesadilla. Caminar manteniendo la cabeza debajo de los aleros parecía ser la única solución para que los efectos del rocío sobre mi cabellera no se hicieran notar. Pero la situación se hacía insostenible. Cuánto tiempo podíamos durar así?
Yo, caminando por el caminito de ladrillos con la cabeza inclinada debajo del techo y él por el colchón de musgo con cara de asustado. Nada. Entonces me entregaba a la intemperie y la metamorfosis no se hacía esperar. Alimentada por ese cocktail letal de baile, transpiración, el vapor hirviente que emanaba de mi cabeza y el rocío, mi peinado mutaba, cobraba vida...crecía.
El rocío era uno de los mayores enemigos de mi tipo de pelo. Producía un efecto silencioso y mortal sobre la primera capa de mi peinado alisado a fuerza de métodos medievales. Había pasado horas intentando engañar a la naturaleza con un truco maléfico llamado “la toca”, para que, en cuestión de segundos, el efecto de estiramiento se revirtiera a una velocidad espeluznante.

CONTINUARÁ

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